Sermones que Iluminan

Pentecostés 5 (C) – 10 de julio de 2022

July 10, 2022

LCR: Deuteronomio 30:9–14; Salmo 25:1–9 LOC; Colosenses 1:1–14; San Lucas 10:25–37.

Nos congregamos de nuevo este Domingo para dar gracias a Dios por tantos dones y bendiciones que derrama continuamente sobre nosotros; para encontrarnos con los hermanos y hermanas que profesamos la fe y que estamos sedientos y ansiosos de alimentarnos con la Palabra que cada domingo el Señor nos regala para hacer de la nueva semana que iniciamos una nueva etapa llena de luz y de esperanza y también de compromiso con el proyecto de Jesús. Abramos pues nuestra mente y corazón para que hoy salgamos muy bien nutridos y fortalecidos con la Palabra que acabamos de escuchar.

En la primera Lectura que proclamamos hoy, tomada del libro del Deuteronomio, podemos ver cómo la prosperidad, la justicia, la paz, la auténtica calidad de vida no son cosas imposibles de alcanzar siempre y cuando haya una verdadera conexión con el proyecto de Dios. El pueblo puede estar seguro y tranquilo si tiene como prioridad ajustar su vida y sus acciones al compromiso de mantener aquella fidelidad a la alianza pactada con Yahwéh. Dicha alianza sólo exige del pueblo fidelidad y obediencia, una obediencia basada en la práctica constante del amor a Dios y al hermano y concretados esos dos amores, que en el fondo son uno solo, en la solidaridad y la fraternidad.

Debemos tener en cuenta que el Deuteronomio se terminó de escribir en una época en la cual el pueblo había padecido enormemente a causa de la violencia y la opresión causada por el imperio babilónico; el reino de Judá había sido conquistado, la capital Jerusalén destruida, el templo saqueado e incendiado y la gente más influyente desplazada a Babilonia. En ese destierro, la parte del pueblo que fue sometida a trabajos forzados y a la esclavitud, después de superar en cierta medida la crisis que generó este desastre donde aparentemente el dios de los babilonios había derrotado y humillado a Yahwéh y después de haber considerado con humildad la parte de responsabilidad que todo el pueblo tenía en este fracaso, gracias al acompañamiento en el destierro por parte del Segundo Isaías y de Ezequiel, se logra comprender que todo esto no era más que el castigo merecido por la desobediencia y la infidelidad a la alianza.

Desde esta reflexión se empieza a construir una nueva conciencia, una nueva intuición que salvará definitivamente a Israel de la crisis: si nos volvemos a Yahwéh con todo el corazón y con toda el alma, Él volverá a nosotros; Él no ha sido destruido por Marduk, nuestro Dios está vivo y sigue firme en su promesa de ser nuestro Dios. Por eso resuenan de una manera tan hermosa esas palabras iniciales de esta lectura hoy: “Entonces el Señor les hará prosperar en todo lo que hagan, y en hijos, en crías de ganado y en cosechas; sí, el Señor su Dios volverá a complacerse en hacerles bien, como antes se complacía en hacerlo a los antepasados de ustedes, si es que obedecen al Señor su Dios y cumplen sus mandamientos y leyes escritos en este libro de la ley, y se vuelven a él con todo su corazón y con toda su alma”. Mensajes como éste llenaron de fe y esperanza a la gente que estaba en el exilio y los animaron a creer que, si un día Yahwéh había liberado a sus antepasados de la esclavitud en Egipto y los había conducido a la tierra de la libertad, ahora el Señor iba a tener ese mismo amor y empeño para liberarlos de la tiranía de Babilonia y acompañarlos de regreso a la tierra prometida. Y así sucedió. Por allá por el 534 a.C., muchos de los desterrados regresaron a Jerusalén. La intención era reconstruir la ciudad y la conciencia del pueblo a partir de ese compromiso de obediencia y adhesión a la Ley del Señor sin apartarse más de Él.

Sin embargo, esa reconstrucción basada en la obediencia a los mandatos del Señor fue perdiendo de vista, poco a poco, el compromiso con el hermano, y así, esa Ley que tenía que armonizar todos los aspectos de la vida de un israelita, se fue convirtiendo en una carga difícil de llevar. Imaginemos cómo sería el panorama en la época de Jesús; tendría que ser demasiado impactante y alejado del querer original de Dios para que Jesús llamara la atención y dejara para las futuras generaciones esta ilustración tan contrastante que narra delante de la gente, a propósito de la pregunta del doctor de la Ley que escuchamos del Evangelio de Lucas.

El doctor de la Ley sabía y estaba convencido de que cumpliendo cada precepto estaba en camino de obtener felicidad, éxito en sus empresas, vida plena según lo prometido en Deuteronomio; él mismo tiene la respuesta a la pregunta que ha hecho a Jesús; quizá lo que en realidad pretende es, más bien, poner a prueba a Jesús sobre su conocimiento y posición respecto a la Ley, dado que, según se murmuraba, su manera de vivirla no era tan ejemplar. Es que, a decir verdad, en aquella época algunos (como los Saduceos) tenían por Ley sólo la que Moisés había recibido y transmitido, y punto; pero para otros, la Ley era también lo que se le había ido agregando con el tiempo, como comentarios y explicitaciones a ciertos puntos del decálogo; en fin, para éstos (como los fariseos), la ley estaba contenida en 613 preceptos, todos de idéntica obligatoriedad.

El maestro de la ley interpelado por Jesús responde correctamente, así es como piensa Jesús y eso es lo que enseña a la gente: el amor exclusivo a Dios y el amor al prójimo como a sí mismo como único medio de hacer realidad el amor a Dios. Pero viene ahora la segunda parte del diálogo: “¿quién es mi prójimo?”. Para el judaísmo tradicional el prójimo era el hermano de pueblo, el otro de origen israelita; los demás no eran prójimo. Es bueno recordar que a los que no eran israelitas se les denominaba “los perros”, “goim”, los que no eran “nada”, ni “nadie”. El prójimo para un judío, aún dentro del sistema socio-religioso del judaísmo, debía reunir unas condiciones especiales para poder acercarse: no debía estar impuro legalmente para que no me hiciera impuro a mí; no podía haber tocado sangre o huesos o un cadáver; si era una mujer no podía tener en ese momento su período menstrual. La impureza legal había que remediarla con baños y abluciones y, a veces, con sacrificios que tenían su costo económico. Se comprende, entonces, que el sacerdote y el levita que pasan de largo por el lado del hombre caído, herido, no lo auxiliaran porque para ellos era demasiado importante cumplir con las reglas de la pureza legal y cultual: no tocar sangre. Además, ese hombre ahí tirado, podría en realidad ser un cadáver, auxiliarlo traería muchos inconvenientes.

Jesús hace ver cómo el legalismo mata el amor, la compasión, la misericordia; aliena tanto que el otro resulta un “estorbo” para mi “perfección” personal. El samaritano que se acerca al herido es el prototipo de la persona odiada, rechazada, que resulta incómoda porque su sola presencia pone en riesgo la pureza legal; sin embargo, ese samaritano “impuro” según la mentalidad legalista, sirve a Jesús para ponerlo como modelo de lo que significa ser prójimo.

El samaritano actuó contra la Ley y podría ser motivo de acusación por parte del piadoso doctor de la ley, pero su acción supera por mucho a la Ley misma porque ha actuado con amor, compasión, generosidad, desinterés y, sobre todo, misericordia. En esa medida, esta “infracción” legal acusa y desenmascara la actitud legalista de los “perfectos” cumplidores de la Ley. Jesús no deja alternativa: hay que ir a hacer lo mismo. ¿Estamos dispuestos nosotros hoy para ir a hacer lo mismo?

Que el buen Dios nos ilumine y nos abra los ojos cada día más. Amén.

El Rvdo. Gonzalo Rendón es clérigo de la Iglesia Episcopal de Colombia y es docente universitario. Presta sus servicios en la Parroquia Santa María del Monte Carmelo, en la Costa Norte de Colombia, y es profesor en el Centro de Estudios Teológicos de la Diócesis.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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