Sermones que Iluminan

Propio 27 (C) – 2025

November 09, 2025

LCR: Job 19:23–27a; Salmo 17:1–9 2; Tesalonicenses 2:1–5, 13–17; San Lucas 20:27–38.

Hace una semana estábamos celebrando el día de los fieles difuntos. Hemos orado, pronunciado sus nombres, prendido velas, recordando sus vidas, historias, pensamientos, dichos y seguramente hasta sus chistes. Hemos derramado lágrimas para lavar nuestras almas y fortalecer nuestro espíritu. Los muertos nunca se van de nuestras vidas, siempre vuelven a nuestros recuerdos y a lo más profundo de nuestro corazón.

El pueblo mexicano es ejemplar en la manera que celebran la muerte de sus seres queridos. Ellos han enriquecido el día de todos los difuntos con colores, comidas, música, visita a los cementerios, procesiones, vestuarios y tanto arte maravilloso que nos lleva a pensar que los muertos siguen viviendo y que la muerte tiene vida, sonríe, danza y nos transciende a otro mundo lleno de misterio y maravilla. Sus celebraciones nos hacen pensar que las personas muertas no se van, sino que siguen regresando a tomar agua, a probar sus comidas favoritas, a visitarnos para traernos alegría y consuelo. Gracias a estas celebraciones, aprendemos a ver la muerte y la vida de otra manera. Dolorosa y real es la muerte, pero la fe nos da un futuro de esperanza.

La muerte es una realidad inexcusable. Cuando nos llega la hora de irnos, nos lleva sin pedirnos permiso ni preguntarnos si estamos listos para el viaje. Y llega repentinamente, a través de una enfermedad, o un accidente, o la violencia de nuestras calles. Siempre tiene una excusa para llevarnos, y nos lleva cuando llega nuestra hora.

Lamentablemente muchos siguen viendo la muerte como el final de nuestra vida. Muchos hablan y afirman que después de la muerte no hay nada más, que el final de esta vida es tumba, tragedia, llanto, luto, soledad, gusanos, fuego, oscuridad y silencio misterioso e infinito. Mas no para Jesús. Él nos dio el mayor regalo de la vida: la resurrección. En sus enseñanzas nos dejó como legado una hermosa perspectiva de la vida, una herencia particular y propia del cristianismo que no deberíamos ignorar ni olvidar.

Lo que hemos leído hoy, en el evangelio, es parte de las enseñanzas de Jesús sobre este tema. El Señor nos afirma que sí hay vida, que hay resurrección, que la vida continúa en la presencia de Dios. Y nos dice también que la vida después de la muerte es diferente, nada semejante a como es en este mundo. No se puede medir la vida después de la muerte, con la misma medida que usamos aquí; de ahí que el caso que presentaron los saduceos a Jesús no tiene sentido en la vida futura.  Jesús nos dice que la eternidad es vida nueva, diferente, total y abundante.

Tristemente, muchas veces pensamos en Dios, o nos acercamos a Él, cuando estamos en situaciones de enfermedad, muerte o profunda necesidad. No debería ser así. Dios es el Dios de la vida y por eso deberíamos vivir siempre en Dios, invitarlo a caminar diariamente por nuestros caminos polvorientos para vivir siempre con Él. ¡Qué afortunada y bendita es aquella persona que logra encontrar a Dios en todas las situaciones de la vida! en la sonrisa del niño, el cariño del anciano, la amabilidad del sencillo, el compartir del pobre, en la generosidad sin límites de los abuelos y las hermosas sorpresas inesperadas que nos dan nuestros amigos.

Dios no está en la muerte sino en la vida; nuestro Dios es el Dios de la vida. De ahí la importancia que para nosotros tendría el invocarlo siempre para que se haga presente y transforme la muerte en vida abundante. Esa transformación es hecha solamente por Dios, el amante de la vida. Deberíamos llenarnos del mismo anhelo de estar y ver a Dios con la fuerza y pasión que lo deseaba Job, quien decía: “Yo sé que mi defensor vive, y que él será mi abogado aquí en la tierra. Y aunque la piel se me caiga a pedazos, yo, en persona, veré a Dios. Con mis propios ojos he de verlo, yo mismo y no un extraño”.

Como cristianos seguidores del Dios de la vida, revelado en Jesús, el primero en trascender la muerte, deberíamos aceptar la invitación que hoy nos hace San Pablo, en su carta a los Tesalonicenses, de no abandonar las enseñanzas de Jesús, sino mantenernos firmes en estas tradiciones que hemos recibido, ser constantes en la fe y prontos a hacer siempre el bien, mientras esperamos la vida en plenitud prometida por Cristo Jesús.

¡Gracias, Señor, por el regalo de la vida! Para ti la gloria ahora y por siempre. Amén.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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