Sermones que Iluminan

Cristo Rey (B) – 2015

November 23, 2015


Hoy es el último domingo después de Pentecostés y en la Iglesia lo celebramos como la fiesta de Cristo Rey. Esta festividad es una de las conmemoraciones más modernas en el calendario litúrgico, pues surgió en respuesta a los totalitarismos del siglo veinte para insistir que ningún poder puede estar por encima de la ley de Dios y que el plan del divino Creador es que cada sociedad y cada ser humano tenga el derecho de escuchar el evangelio del amor que Dios nos ha dado en Jesucristo su Hijo, el Rey y Redentor del universo. Las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar sobre la grandeza y la realeza de Cristo.

Los textos del Segundo libro de Samuel y el salmo 132 citan un tema muy importante para entender la gran narrativa de la Biblia, pues celebran las promesas que Dios hizo al rey David y por extensión a su pueblo Israel al reafirmar su pacto con ellos. Son promesas que se repiten en varios lugares del Antiguo Testamento. En estos textos Dios el Señor declara que uno de los descendientes de David será el que llevará la corona de Israel y Judá para siempre, diciendo: “A uno de los hijos de tu cuerpo pondré sobre tu trono”. A diferencia de los muchos reyes y caudillos de la historia hebrea, éste sería un rey justo que guardaría el pacto que Dios había hecho con Israel.

Durante la época profética de la historia israelita, cuando tantos reyes mediocres estaban a la vista, el pueblo de Dios se aferraba cada vez más a la esperanza de este Hijo de David venidero. A través de profetas como Isaías y Miqueas Dios reiteró su promesa de enviar el Mesías, su elegido, para sentarse en el lugar de David y traer salvación a su pueblo.

Ya podemos ver por qué los evangelistas nos informan que Jesús de Nazaret era descendiente del rey David por medio de María, su madre, y de José, su padre adoptivo. Era importante ratificar que Jesús tenía todo el derecho de llamarse rey. La conexión davídica inspiró a los antiguos cristianos a ver el cumplimiento de las promesas de Dios en Jesucristo. Según la proclamación apostólica, Dios, en su inmensa misericordia, cumplió su promesa al enviar a Jesucristo como rey para gobernar a su pueblo. Afirmaban que “Jesucristo es el Señor,” lo que quiere decir que Jesús es el Mesías, el Cristo, y por tanto, el heredero del trono del David su antepasado. Entonces parte de nuestra fe cristiana es creer que Jesús es el Mesías y el verdadero rey de Israel.

Pero el problema fue que afirmar que Jesucristo es el Señor y el rey de Israel contrajo consecuencias muy graves. En primer lugar causó una serie de conflictos con los líderes religiosos establecidos en Jerusalén porque si Jesús realmente era el rey enviado por Dios, las élites carecían de autoridad legítima. Tenían mucho que perder. En segundo lugar, otro hombre gozaba del título de rey en Israel; éste era el emperador romano, el césar, que gobernaba el imperio con mano dura y que no compartía su autoridad con nadie.

Estos conflictos provocaron el arresto de Jesús y lo llevaron ante Poncio Pilato. Pilato le preguntó a Jesús: “¿Eres un rey?”. Él le respondió que “sí”, que era un rey. En cierto modo, parece que, con admitir que es rey, Jesús se condena sólo, pero pronto descubrimos que el reinado de Cristo no es como los otros reinados.

“Mi reinado no es de este mundo”, dice Jesús. El reinado de Cristo no se parece a los reinados del mundo, ni él a sus gobernantes, en primer lugar porque el origen del su autoridad no se basa en la política o en el poder militar. De hecho, Jesús no quiere imponer su voluntad por la fuerza. No se mueve con ningún ejército como el de las legiones romanas. Nadie pelea por su causa a pesar de que los ángeles de Dios lo han servido por todos los siglos. La mayoría de sus súbditos o lo desconocen o ya lo han rechazado. Ni siquiera sus discípulos más cercanos quieren acompañarle. Pilato se maravilló que el rey de los judíos no tuviera el apoyo de los líderes religiosos de su pueblo y ni siquiera el de las masas más pobres.

En su respuesta al gobernador, Jesús explica que su reino no tiene su origen en este mundo, sino que viene de afuera. Es decir que viene de Dios. Continúa explicando que nació con el propósito de dar testimonio de la verdad. Vino para compartir el mensaje de Dios. Dice: “Por esto nací y por esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad”. Éste es el mismo Jesús que ya había declarado, “Yo soy el camino, la verdad y vida; nadie viene al Padre si no es por mí”. También enseña que los que pertenecen a la verdad—los que pertenecen a Dios—le escuchan a él. Pilato le preguntó: “¿Qué es la verdad?” No recibió ninguna respuesta, pues la verdad estaba delante de sus ojos y no la quiso ver.

Para los que sí creemos que Jesucristo es la Verdad hecha hombre, la pregunta no es “¿Qué es la verdad?” sino “¿En verdad escuchamos nosotros a Jesucristo?” Quizás esta pregunta sea algo más difícil que la de Poncio Pilato porque la respuesta es una que tenemos que proveer nosotros, pues, el Señor dice que si lo amamos, guardaremos sus mandamientos. Debemos reflexionar sobre si realmente obedecemos a nuestro rey, y si prestamos atención a su doctrina. Debemos preguntarnos si vivimos de acuerdo a la verdad en Cristo Jesús.

Las Sagradas Escrituras nos exhortan a examinarnos antes de acercarnos en adoración a Dios, especialmente cuando nos proponemos recibir la Eucaristía. El Libro de Oración Común dice lo siguiente: “Examinen su vida y conducta a luz de los mandamientos de Dios, para que puedan percibir cómo han ofendido en lo que han hecho o dejado de hacer, por pensamiento, palabra u obra. Reconozcan sus pecados ante Dios todopoderoso…y así, reconciliados unos con otros, vengan a participar del banquete de ese alimento celestial”.

Pues, si fuéramos a recibir la visita del presidente de la nación o de cualquier otra figura importante, nos prepararíamos en anticipación del encuentro. ¿Cuánto más necesario será prepararnos cuando se acerca nuestro Salvador, el Rey del cielo, en el santo sacramento del altar? Si somos sinceros con Dios y con nosotros mismos durante nuestra preparación, nos damos cuenta de la necesidad de confesar nuestros errores y pecados y de reconciliarnos con el Señor y con los que hemos ofendido. De otro modo la vida cristiana sólo sería una clase más de autoengaño, pero el amor de Dios nos permite reconocer nuestras culpas y superarlas con el perdón y nos permite recibir su gracia y su paz. Éste es el propósito de la santa Eucaristía—fortalecernos con la gracia de Dios para vivir en su amor.

La Buena Nueva de Dios en Cristo para los creyentes es que nuestro Rey no es como los reyes de este mundo que desean imponerse por la fuerza. No, Jesucristo, es aquel que, a pesar de ser el principal gobernante de todo el universo, humildemente se entregó a sí mismo en sacrificio y expiación por nuestras culpas y que por nuestra causa dio su vida para darnos la vida eterna. También es el que se entrega a cada uno de nosotros bajo las formas de pan y vino como símbolos de su amor. Él es el alfa y el omega, el principio y el fin; y él es el Dios de la misericordia y del perdón.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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