Sermones que Iluminan

Cristo Rey (C) – 2016

November 21, 2016


Con la celebración del Reinado de Cristo o Cristo Rey, culminamos el año litúrgico. El próximo domingo comienza el nuevo año litúrgico con el Primer Domingo de Adviento.

En este domingo se resalta el señorío universal de Jesús. Cristo viene de la palabra griega Christós que significa el ungido, y equivale al hebreo Mesiah que también significa ungido.

Desde las primeras generaciones de creyentes, la convicción de los discípulos de Jesús y de sus demás seguidores es que Jesús es el Mesías por virtud de su entrega a los demás, y la aceptación y acogida de todos los “desechados” por la sociedad, por la religión, y por el sistema vigente. A ellos, Jesús les devuelve la auténtica figura de Dios Padre misericordioso que a todos ama con la misma medida sin distinción de raza, pueblo o nación.

Sin embargo, para la época de Jesús, la esperanza mesiánica tenía matices religiosos, políticos y sociales. Ni las palabras de Jesús, ni sus acciones se ajustan a lo que comúnmente se pensaba que debía ser el Mesías.

El pueblo israelita esperaba una intervención especial de Dios a través de un enviado; una intervención que se encaminara directamente a un cambio de situación. Ya desde la época en que empezó a decaer el período de los jueces, unos mil años antes de Jesús,  el pueblo que vivía en la tierra prometida comienza a experimentar la opresión a manos de los nuevos dirigentes: los reyes.

Podemos decir con toda claridad que el período de la monarquía fue el gran pecado de infidelidad al proyecto comunitario de Dios cuando condujo a su pueblo a la tierra de la libertad. Y todo comienza cuando los jueces empiezan a corromperse; de esto nos da testimonio el segundo libro de Samuel, el último de los jueces de Israel. Los ancianos de Israel van hasta donde él para decirle: “Mira, tú ya eres viejo y tus hijos no se comportan como tú. Nómbranos un rey que nos gobierne, como es costumbre en todas las naciones.  A Samuel le disgustó que le pidieran ser gobernados por un rey, y se puso a orar al Señor.  El Señor le respondió: “Escucha al pueblo en todo lo que te pidan. No te rechazan a ti, sino a mí; no me quieren por rey”.

Y aquí arranca el “calvario” histórico para Israel. A pesar de que al pueblo sencillo se le hizo creer que la monarquía era voluntad de Dios y que el rey era señalado por el mismo Dios; es necesario decir que en realidad esta fue una jugada de los grupos dominantes del momento, y ese es un grave peligro que tienen las comunidades de todos los tiempos: hacerles creer que los intereses de una minoría dominante expresan de algún modo el querer de Dios.

La demostración más clara e histórica, de que Dios nunca estuvo de acuerdo con la monarquía fue precisamente la aparición de profetas que desde su libertad e independencia del poder, no les tembló la voz para denunciar valientemente el descuido de cada nuevo monarca respecto a sus deberes como guía, como líder principal del pueblo. La cuestión es muy simple: la monarquía fue para Israel un retroceso a la época de la servidumbre en Egipto, pues se trata de una estructura esencialmente injusta, creadora de una sociedad desigual, excluyente y esclavizante.

Para la época más inmediata a la llegada de Jesús, esta esperanza tenía varios matices: los dirigentes políticos, que no se sentían cómodos con la presencia romana en el territorio esperaban un Mesías con la suficiente fuerza para expulsar de Israel la porción de ejército romano acantonado en Palestina y que le devolviera a los dirigentes judíos la autonomía en sus asuntos; los interesados en una vivencia religiosa más acorde con la rutina cultual del templo, esperaban un Mesías que purificara el templo y el culto de un modo definitivo; las masas oprimidas y empobrecidas, esperaban un Mesías comprometido con las necesidades sociales, que les garantizara el alimento, tener un pedazo de tierra… en fin, que los liberara de la opresión de los políticos, de los representantes del templo y de los romanos.

A pesar de los diferentes tintes de la esperanza mesiánica, había en todos un sentir común: la tarea del Mesías, vista desde cualquier ángulo, era exclusivamente suya, pues para eso ¡vendría investido con todos los poderes otorgados por Dios! La irrupción de un Mesías considerado así, no podía darse sino en medio de truenos y todo tipo de fenómenos cósmicos; y en cuanto al lugar, se suponía que debía ser en Jerusalén.

De acuerdo con todo lo anterior, es apenas lógico que nadie creyera en Jesús como Mesías; recordemos que sus paisanos por poco lo tiran por un despeñadero cuando anunció en la sinagoga de Nazaret que lo dicho por el profeta Isaías comenzaba a cumplirse en ese momento. Hasta sus mismos parientes lo tomaron por loco y buscaban la manera de aislarlo de la gente; pero antes de estas cosas, recordemos que el mismo Tentador hizo todo lo posible por hacerlo desistir de su proyecto de vida que había sellado ya con su bautismo y que el Padre había afirmado con sus palabras: “Este es mi hijo, el predilecto, escúchenlo”. “La gente se asombraba de su enseñanza porque les enseñaba con autoridad, no como los letrados”, y en otra ocasión la gente se preguntaba “¿quién es este que hasta el viento y el lago le obedecen?”

De todos modos, ni los mismos discípulos a quienes Jesús escogió como seguidores suyos fueron capaces de entender ni de ver en su Maestro la presencia del Mesías; es que ellos también tenían expectativas semejantes a las de sus contemporáneos; por eso Pedro reprende a Jesús cuando les anuncia que el Mesías debía padecer a manos de las autoridades de Jerusalén, morir y después resucitar; por eso, las autoridades de Jerusalén sólo pueden ver en Jesús a un blasfemo, un agitador, un evasor de impuestos y un impostor; por eso, Jesús decepciona tanto a Judas que no duda en ponerlo en manos de los sumos sacerdotes.

Para nosotros hoy, es “fácil” confesar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el Rey del universo, porque desde niños nos enseñaron esa fe; valdría la pena ahora que nos pusiéramos en el lugar de Jesús para intentar comprender cuánto tendría él que luchar para descubrir y aceptar su vocación de Hijo de Dios, cuánto le costó aceptar que su tarea mesiánica no podía encaminarse por la espectacularidad ni por el populismo, sino desde el acercamiento humano a cada uno para sembrar en cada corazón la semilla del cambio hasta lograr que esa transformación que todos anhelaban germinara primero en cada corazón.

Nos hace falta identificarnos más con Jesús, vivir la experiencia del anonadamiento, del despojo, de la entrega, hasta convertirnos en instrumentos vivos del amor del Padre; experimentar con entereza la derrota, la cruz, el rechazo al estilo de Jesús, sin perder la confianza en el Padre, así como Jesús, convencidos de que en la derrota está la victoria, en el rechazo está la aceptación, en la cruz está la resurrección.

Abramos hoy nuestro corazón a Jesús, digámosle que estamos dispuestos a que reine en nosotros y que nos haga dóciles de espíritu para entender que su reinado es un reinado de amor, de reconciliación y de paz.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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