Sermones que Iluminan

Epifanía 1 (B) – 2015

January 12, 2015


Amados hermanos y hermanas. Con la solemnidad de este domingo en que estamos celebrando el Bautismo del Señor, concluimos el llamado ciclo de Adviento-Natividad-Epifanía; tiempos litúrgicos que nos ayudaron a prepararnos adecuadamente para vivir a profundidad el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y para sentir de cerca esa presencia amorosa de Dios que se ha hecho carne y fijado su morada entre nosotros.

Hoy estamos concluyendo este ciclo; mas no porque queramos dar por terminado nuestro caminar en la fe; todo lo contrario; el ciclo que finaliza hoy ha dejado en nuestra vida y en nuestro corazón elementos muy motivadores para continuar ese camino de meditación y de vivencia del mensaje de Jesús durante este tiempo que viene, hasta que podamos cantar ese Gloria definitivo en la presencia misma del Cordero.

Las lecturas de hoy subrayan de una manera muy especial la presencia del Espíritu de Dios; es decir, el Espíritu Santo. Precisamente el libro del Génesis, al hablarnos de cómo estaba la tierra antes de que todo fuera creado, nos dice que “el rúaj-elohim; es decir, el espíritu de Dios se cernía por encima de la superficie de las aguas” (Génesis 1:2). Nos indica la Escritura que desde siempre, desde antes de que las cosas mismas existieran, ya estaba Dios; ese Dios que está siempre ahí a lo largo de todo el Antiguo Testamento y que finalmente se hará presente en la vida de Jesús, y en la vida de cada creyente y de la comunidad, como lo relata el libro de los Hechos de los Apóstoles.

Una primera idea pues, para animar nuestra vida de fe: podemos contar con la presencia permanente del Espíritu de Dios en nuestra vida. Quizás esto no sea ningún “descubrimiento”; sin embargo, mirando la vida de tanta gente, incluso de muchos que dicen ser cristianos, da la impresión de que no han percibido esa presencia, viven “alejados” de Dios, se acuerdan que Dios existe sólo cuando están en graves dificultades; el resto de tiempo, viven más bien la “ausencia” de Dios en sus vidas.

Pero detengámonos a contemplar la Palabra a través del evangelista Marcos. Antes de narrar la escena del bautismo como tal, deja claro algo que todos los evangelistas, a su manera, aclaran también el papel y la figura de Juan el bautista y el de Jesús. Y para dejarnos claro ese papel del bautista, nos dice Marcos algo muy importante: “Se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados” (1:4); y luego describe la figura externa del profeta, sus vestimentas y el tipo de dieta que consumía. En el fondo, el evangelista va dejando claro cómo Juan representa el estilo de la predicación profética del Antiguo Testamento; no la descalifica, pero la muestra para que quien se decida ser discípulo de Jesús, tenga algún elemento de juicio.

No perdamos de vista pues, este elemento: el contenido de la predicación de Juan: un bautismo de arrepentimiento para el perdón de los pecados, a lo cual añade la imagen de un Dios intransigente, listo para venir a exterminar a los pecadores. Y a este elemento vamos a unir el efecto de esa predicación; a renglón seguido nos dice el evangelio que “toda la población de Judea y de Jerusalén acudía a él, y se hacía bautizar en el río Jordán, confesando sus pecados” (1:5). Es apenas lógico; ante aquella predicación, la gente se sentía atemorizada y acudían con ese temor de ser destruidos por la ira de Dios, confesaban sus pecados y se sumergían en las aguas del Jordán para salir purificados.

Hasta aquí, no hay nada novedoso todavía: la gente escucha la predicación, reconoce que son pecadores, recuerdan que según la tradición religiosa del judaísmo, se espera el “día de Yahweh”, cuando él vendrá con todo su poder a juzgar y a condenar a los pecadores, y movidos por eso temor, confiesan sus pecados y se purifican en las aguas del Jordán.

El elemento novedoso lo pone el evangelista en boca del mismo Juan; vamos a subrayarlo: “detrás de mí viene uno con más autoridad que yo… Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con Espíritu Santo (1:7-8).

En estas palabras de Juan, cargadas de humildad, pero repletas de contenido teológico, está precisamente la inmensa e indecible novedad del Nuevo Testamento, es aquí donde los seguidores de Jesús debemos poner nuestra mirada para aclarar también en dónde está la novedad que nos trae Jesús y dónde está la raíz del sentido de nuestro propio bautismo.

El gesto de Jesús de ir hasta el Jordán donde está el Bautista predicando y bautizando no tendría nada de especial si no fuera por lo que sucede una vez que Jesús se ha bautizado. De hecho, el rito es igual; es decir, como todos los que vienen hasta el río, arrepentidos de sus pecados, Jesús también viene hasta acá y se sumerge en el agua; pero al salir, sucede algo distinto a lo que sucede con todos los que se han bautizado hasta ahora: “En cuanto salió del agua, vio el cielo abierto y al Espíritu bajando sobre él como una paloma. Se oyó una voz del cielo que dijo: Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto” (1:10-11).

Esto es lo nuevo que acontece en el bautismo de Jesús: la presencia del Espíritu y la Palabra del Padre que lo confirma como hijo, más aún: como hijo predilecto; es decir, como hijo amado por encima de todo.

Ahora bien, es importante tener en cuenta que Jesús no va al Jordán por simple curiosidad, o porque se sienta atraído por la predicación de Juan. Hemos de entender que esta decisión tuvo que estar precedida quizás por una profunda reflexión por parte de Jesús, de que era necesario asumir con radicalidad la voluntad del Padre. Hacer vida la convicción a la cual seguramente ha llegado Jesús de que ese Dios presente y actuante a través de toda la historia de su pueblo, es por encima de todo un Padre. Un Padre lleno de amor, de bondad y de misericordia, que no quiere la perdición de ninguno, sino el regreso de todos a su seno.

Esa es la convicción de Jesús o, si se prefiere, la experiencia de Dios más profunda, y a eso va al Jordán, a bañarse en sus aguas, para salir absolutamente decidido a dedicar el resto de su vida a transmitir a su pueblo esa experiencia personal de Dios y a demostrar con palabras y acciones ese sentimiento que está en lo profundo de su corazón. Eso es exactamente lo que confirma la presencia del Espíritu y la voz del Padre al declararlo hijo predilecto.

No es necesario por tanto, malgastar el tiempo discutiendo, si Jesús fue a bautizarse como el resto de los pecadores porque también él era pecador; lo que realmente aporta para nuestra vida de fe es el convencimiento de que Jesús al sumergirse en las aguas del Jordán asume sobre sí las miserias de la humanidad para transformarlas; para hacer de cada creyente una nueva criatura, para volver a entregarle a cada uno la genuina imagen del Padre amoroso que él experimenta en su corazón.

No es fortuito pues, el hecho de que antes de dar inicio a su ministerio público, Jesús haya ido a bautizarse; ello nos indica que bautismo y misión, no pueden separarse. Ahí está el sentido y la finalidad de nuestro propio bautismo. Nos bautizamos, no para confesar que somos pecadores, sino para confesar y dar testimonio de que en Jesús, hemos sido elevados de nuevo a la dignidad de hijos e hijas de su mismo Padre; eso tiene que ser el motor de nuestra vida de fe.

Que a lo largo de este año que estamos comenzando, vivamos a profundidad este misterio que Jesús nos ha revelado con su bautismo.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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