Sermones que Iluminan

Epifanía 2 (B) – 2015

January 19, 2015


En este segundo domingo después de Epifanía volvemos a la secuencia ordinaria de nuestro leccionario litúrgico y las lecturas bíblicas se entornan al concepto de la “vocación”. Es decir, que tratan del llamamiento – la invitación – que Dios nos hace. Nuestra fe nos enseña que Dios nos invita a todos a que le sigamos en el reino de Dios. Las lecturas asignadas para este día nos dan una serie de ejemplos de cómo Dios llama a sus servidores. También nos enseñan que todos estamos llamados a vivir en la santidad de vida y la unidad de fe.

El primer ejemplo que escuchamos hoy es el del profeta Samuel. Samuel era un niño que servía en la tienda del Señor junto al sacerdote Elí. Elí tenía varios hijos, también sacerdotes, que no prestaban atención a la palabra de Dios y se aprovechaban de la gente que venía a entregar sus ofrendas y sacrificios de adoración. El abuso de su pueblo por los hijos de Elí provocó que Dios rechazara su ministerio. Por tanto, Dios rehusó hablar con Elí y sus hijos; como dice la lectura, “la palabra fue escasa en aquellos días”. Dios se negó a hablar con Elí y sus hijos porque no estaban dispuestos a recibir el mensaje divino.

A pesar del mal ejemplo de los ministros de Dios, el niño Samuel perseveró en la piedad y estuvo siempre dispuesto a la voluntad del Señor. El autor sagrado relata de manera dramática lo que pasó. Una noche la voz del Señor llamó tres veces al niño: “¡Samuel! ¡Samuel!” sin que él comprendiera lo que pasaba, pues todavía no conocía a Dios directamente. Cuando buscó a Elí, pensando que éste lo había hablado, el anciano sacerdote se dio cuenta de que Dios le hablaba a Samuel y le avisó que prestara atención a la voz del Señor. Samuel escuchó a Dios y respondió: “Habla, Señor; tu siervo escucha”. Aunque todavía era un niño, Dios se reveló a Samuel y le encargó comunicar su palabra a Israel, comenzando con la familia de Elí. En el caso de Samuel, Dios dio más importancia a la pureza de su corazón que a su edad u otra condición. Las Sagradas Escrituras nos informan que Samuel creció y fue fiel a su vocación y sirvió a Dios y a su pueblo con integridad y valor durante muchos años.

La porción del evangelio asignada para hoy también nos ofrece un ejemplo de cómo Dios llama a sus servidores. Es el caso de Felipe y Natanael, también conocido como Bartolomé. Natanael y Felipe eran amigos y Felipe recientemente había conocido a Jesús cerca del lago de Galilea con Andrés y Simón Pedro. El gozo de Felipe fue tan grande, tan exuberante, que tuvo que contarle la gran noticia: “¡Hemos encontrado al que describen Moisés en la ley y los profetas!” Al ver que su amigo dudaba, Felipe insistió: “Ven y ve”. Yendo y viendo, Natanael encontró y conoció a Jesús directamente. En este “verdadero Israelita” Jesús vio un hombre piadoso y fiel y el Señor se aprovechó del encuentro para llamarlo a su servicio, para que se convirtiera en su discípulo y apóstol. Al ver que el nuevo discípulo era leal y abierto a recibir la palabra de Dios, Jesús también le prometió que vería la gloria de su majestad celestial. Rufino, un antiguo historiador cristiano, nos informa que después de la resurrección Natanael predicó fielmente el evangelio en lugares lejanos, hasta morir martirizado.

En los dos ejemplos de vocación que escuchamos en las lecturas de hoy, el de Samuel y el de Natanael, vemos el patrón según el cual Dios llama a sus servidores. Primero, Dios mira a ver quién está dispuesto a recibir su palabra y quién se ha cerrado ya a su amor. Segundo, el Señor les habla y, en medio de ese encuentro, les invita a entregarse a él, a seguirle y servir a su pueblo.

Vemos en ambos casos que no importan ni la edad ni la condición social, pues Samuel y Natanael no contaban con más que su buena disposición de escuchar a Dios y serle fiel y vivir en santidad. Así es la invitación que el Señor nos hace a todo cristiano: busca para ver si estamos dispuestos a su propósito y al ver nuestra disposición, nos llama a servirlo en la gracia y el amor que nos extiende como hizo con Samuel, Natanael y con todos los santos. La gracia y el amor de Dios nos permiten vivir fieles a Dios y, por la acción renovadora del Espíritu Santo, nos capacita para vivir en santidad.

En el salmo 139, que recitamos, el salmista celebra el amor de Dios que ha dado paso a la creación de todo ser humano. Dios nos ha tejido en el vientre de la madre y nos ha dado vida. Ha formado todo nuestro ser, nos ha armado como uno arma un rompecabezas, para que viviéramos de acuerdo a su propósito divino. El mensaje del Nuevo Testamento nos enseña que Dios no sólo nos creó, sino que también nos envió a su Hijo para redimirnos. Así que para los cristianos la vida es doblemente un regalo de Dios.

En la epístola que leímos, san Pablo nos recuerda que nuestra relación con Cristo debería afectar cómo llevamos nuestras vidas. El Señor no nos redimió para que nos volviéramos esclavos del mal y del pecado. Al contrario, Cristo nos ha redimido – tanto nuestros cuerpos, como nuestras mentes, almas y todo lo que somos – para que seamos templos de su Espíritu Santo y testigos gozosos de su gracia y amor. Todo lo que somos pertenece al divino Creador y no debemos desperdiciar ninguno de los dones que nos otorga, sino emplear nuestras vidas para glorificar a Dios y para dar a conocer a otros el evangelio de Jesucristo. En esto consiste el llamado a la santidad: glorificar a Dios y dar testimonio de su bondad.

Además de este llamado a la santidad, el Apóstol también nos enseña que todos los cristianos estamos llamados a vivir en la unidad de los hijos de Dios. Hemos de reconocer que todos los que creemos en Cristo somos hermanos que pertenecemos a la familia de Dios. Más allá de ser familia, las Sagradas Escrituras nos enseñan que todos somos miembros de un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Por eso, en el credo que recitamos, domingo tras domingo, afirmamos que creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.

Es un mensaje muy propicio para esta semana, pues hoy comienza la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Esta práctica de orar juntos por la unidad se estableció en el 1908 en Estados Unidos y se ha extendido internacionalmente desde entonces. Ahora alrededor del mundo, fieles de casi todas las iglesias históricas y otros grupos eclesiásticos, se dedicarán al estudio bíblico, a la oración y juntos pedirán al Señor por la gracia de vivir la unidad que ya compartimos por el santo bautismo y por la fe en un solo Dios y Señor.

Así que hoy unamos nuestra súplica a la del Señor Jesucristo que pidió al Padre que todos sean uno como tú y yo somos uno e inspirados por el Espíritu Santo vivamos en santidad y unidad fraterna.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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