Navidad 1 – 28 de diciembre de 2025
December 28, 2025
LCR: Isaías 61:10–62:3; Salmo 147 o 147:13–21 loc; Gálatas 3:23–25; 4:4–7; San Juan 1:1–18

Hace apenas unos días estábamos celebrando con cantos, abrazos, felicitaciones, luces, música, la Navidad, que Dios nació en un pesebre. ¿Alguna vez nos hemos detenido a pensar para qué o por qué el Dios eterno, el Omnipresente y Todopoderoso se haría una de las criaturas más microscópicas y vulnerables del universo? Si hacemos un alto en medio de las fiestas, el bullicio, el consumo, y lo pensamos detenidamente, se trata de algo realmente increíble (por no decir imposible si no fuera por la fe que tenemos). Y es que Dios no gana nada y nada le suma pasar por esa humillación; sin hacerlo simplemente seguiría siendo el mismo Dios eterno, omnipresente y Todopoderoso.
En contraste, de nuestra parte, al contemplarlo en la escena del pesebre (en un establo para animales), seguramente le vemos frágil, pequeño, pobre, y hasta nos da “pesar” de las condiciones en las que nació ese bebé. Vemos que no puede haber un Dios más vulnerable que Jesús. Dios se hace tan pequeño que, hasta nosotros, siendo diminutos y vulnerables ante su grandeza, sentimos solidaridad por él y su familia. Así de pequeño se hace Dios, de ese tamaño es su abajamiento.
Éste es el milagro que nos narra Juan en el evangelio de este domingo: “En el principio ya existía la Palabra; y aquel que es la Palabra estaba con Dios y era Dios” -recordemos que también en el principio, según el libro del Génesis, Dios lo creó todo por medio de su Palabra, es decir, por Cristo: “Dios hizo el mundo por medio de él”-. Esa Palabra, Cristo, caminó, comió, creció, habló, rio, lloró, danzó, enseñó entre nosotros: “Vino a su propio mundo… Aquel que es la Palabra se hizo hombre y vivió entre nosotros”. Por eso en este día reflexionamos en el milagro más grande (junto con la resurrección) que ha hecho Dios por la humanidad. Sin embargo, la pregunta persiste: ¿Por qué lo hizo?
La respuesta es tan repetitiva, pero es así de simple: por puro amor: “Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna” (dirá el mismo evangelio de Juan más adelante, en el cap. 3). El profeta Isaías, en el Primer Testamento, ya nos deja escuchar ese amor de Dios por su criatura: “Por amor a ti, Sión, no me quedaré callado; por amor a ti, Jerusalén, no descansaré hasta que tu victoria brille como el amanecer y tu salvación como una antorcha encendida. Las naciones verán tu salvación, todos los reyes verán tu gloria. Entonces tendrás un nombre nuevo que el Señor mismo te dará. Tú serás una hermosa corona real en la mano del Señor tu Dios”.
Dios no se quedó viendo como la única criatura que hizo a su imagen y semejanza se perdía. Porque ésa es nuestra historia; una historia de ceguedad y caídas que nos han hecho vivir en la oscuridad, como esclavos, oprimiéndonos unos a otros; una historia de odios, de exterminio, de división y discriminación; hasta la misma religión se convirtió en un sistema de esclavitud: “la ley nos tenía presos… La ley era para nosotros como el esclavo que vigila a los niños”. Pensemos como, incluso hoy, después de Cristo, nos seguimos esclavizando, incluso con la religión: algunos siguen matando en nombre de Dios, otros discriminan en nombre de Dios, rechazan -en nombre de Dios- al que piensa diferente o ama diferente, se explota económicamente y se empobrece en nombre de Dios, se levantan muros de odios y divisiones en nombre de Dios. Aunque Dios envió mensajeros y profetas no atendimos su mensaje.
Por eso decidió hacerse humano, enviar a su Hijo para que nos enseñara como ser realmente imagen y semejanza, para liberarnos de las cadenas, para vencer la muerte, para hacernos hijos de ese Dios Todopoderoso: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no han podido apagarla… a quienes lo recibieron y creyeron en él, les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios”. Gracias a esa encarnación y a la obra de salvación es que hemos sido liberados: “tú ya no eres esclavo, sino hijo de Dios; y por ser hijo suyo, es voluntad de Dios que seas también su heredero”. Éste es el milagro operado en navidad. Sólo gloria y alabanza a Dios podemos dar por tanto amor.
Por todo esto es que este mensaje y el sentido de la Natividad de Cristo como humano, de la encarnación del mismo Dios, no puede quedar como el acontecimiento de un día o de un tiempo litúrgico, no puede quedarse en la contemplación artística o artesanal de un pesebre. Se hace necesario entender, en tiempos de oscuridad, guerra, genocidio, daño del planeta, pobreza, odios, que la Navidad se trata de la Luz salvadora que habita entre nosotros también de hoy: “Esta luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no han podido apagarla”.
Acerquémonos a Jesús, frágil y pequeño, pero también eterno y Dios, pues sólo por él podemos ver la luz, obtener la salvación, ser llamados hijos y conocer al Padre. Con la encarnación él nos trajo el cielo que era tan lejano; al hacerse humano-hermano nos acercó a Dios, y así nos hizo hijos también, y lo puede, pues “el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, es quien nos lo ha dado a conocer”. Ese milagro nos ganó la dignidad de hijos de Dios.
Que nuestra oración, en este tiempo y todos los días, sea en el sentido que nos propone la liturgia en la Colecta: “Dios todopoderoso, tú has derramado sobre nosotros la nueva luz de tu Verbo encarnado: Concede que esta luz, que arde en nuestro corazón, resplandezca en nuestra vida”. Amén.
El Rvdo. Richard Acosta Rodríguez, es presbítero encargado de la Misión San Benito de Nursia, en la Diócesis de Colombia; es docente e investigador en el campo de la Ecoteología bíblica. Ha escrito varios libros y artículos. Es editor de Sermones Que Iluminan en español.
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