Sermones que Iluminan

Pascua 2 (C) – 2013

April 07, 2013


¡Aleluya Cristo ha resucitado! Este es al enuncio que continuaremos utilizando al inicio de nuestros servicios durante la estación de Pascua. El ambiente litúrgico y religioso de estos días transpira una inmensa alegría porque la resurrección de Jesucristo da sentido a nuestras vidas y se convierte en el fundamento inquebrantable de nuestra fe.

De ahí también que el salmo ciento cincuenta nos invite a alabar a Dios en todo momento y por todo lo que ha hecho. Hemos de alabar a Dios en su santo templo, y en la bóveda de toda su creación. Hemos de alabarle por sus inmensas proezas y grandezas. Hemos de alabar a Dios con la lira y el arpa, con la guitarra y la pandereta, con tambores y címbalos y con toda clase de instrumentos. Toda la creación es una inmensa sinfonía que entona la más bella composición musical de alabanza y acción de gracias al Dios todopoderoso.

Juan, el autor del Apocalipsis, tuvo una visión y revelación que le mostraron que “el mensaje de Dios fue confirmado por Jesús” (Apocalipsis 1: 9), ese Jesús que Juan y los demás discípulos ahora anuncian sin cesar como el auténtico mensajero y representante de Dios Padre aquí en la tierra. El mensaje que nos trajo se puede resumir en unas pocas palabras: “Cristo Jesús nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados derramando su sangre, y ha hecho de nosotros un reino; nos ha hecho sacerdotes al servicio de su Dios y Padre” (Apocalipsis 1: 5-6).

Así que, libres del pecado que nos ata, podemos dedicarnos al servicio de Dios porque somos todos sacerdotes por nuestra incorporación, mediante el bautismo, en el cuerpo de Cristo. Esa dedicación al servicio de Dios implica una responsabilidad tan grande como la que demostró Jesús hacia su Padre celestial y un amor tan inmenso como el que nos manifestó Jesús a nosotros. Por el bautismo, al ser sacerdotes de Dios, todos, debemos entregarnos de lleno a Dios y al prójimo.

Así lo entendieron Pedro y los apóstoles. Al ser perseguidos por anunciar el mensaje de salvación traído por Jesucristo respondieron de esta manera: “Es nuestro deber obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5: 29). Y debemos obedecer a Dios primero porque estamos convencidos de que Dios ha hecho de Jesús el “Guía y Salvador” que necesitábamos.

La fuerza y el poder de convicción de los apóstoles se fundamentaba en que habían sido testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, y el Espíritu Santo, con su poder, confirma esta misma revelación (Hechos 5:32).

Ahora bien, en concreto, ¿cómo habían llegado los apóstoles a tener una convicción tan segura de la resurrección de Jesús? Es verdad que habían sido sus amigos y compañeros de fatigas durante unos tres años. Es verdad que habían escuchado su palabra que brotaba de él con autoridad y firmeza. Una palabra que aportaba un mensaje nuevo, basado, no en la ley ni en la intransigencia, sino en el amor y la misericordia. Los apóstolos habían sido testigos de un amor sin par en la historia. Un amor que perseveró hasta el final heroico de dar la vida por sus amigos y por todos. Pero, y ¿cómo podían justificar la resurrección?

La resurrección no era un hecho común o corriente que se pudiera comprobar con los sentidos. Y si los sentidos no podían comprobarlo ¿cómo transmitir su veracidad? Este era el problema que tenían planteado los apóstoles.

Entonces se dieron unas apariciones. Unas visiones. Así lo testifican los escritos del Nuevo Testamento. Aseguran que Jesús se apareció a unas mujeres, a los apóstoles y a mucha más gente. Pero, ¿quién podría creer semejante cosa? Se trataba de algo nunca visto, y de algo nunca oído, inaudito.

El primero en quejarse fue precisamente un apóstol, Tomás, al que llamaban el Gemelo. Pues bien, los demás compañeros le dicen que han visto al Señor. A lo que Tomás respondió de una manera eminentemente empírica: “Tengo que ver y tocar, y, sobre todo, quiero ver las heridas de los clavos en sus manos y el hueco de la lanza en su costado. Si no compruebo todo eso no puedo creer”. Así se expresó Tomás. Con ello nos hizo un bien a todos. Porque todavía hay millones de incrédulos que adoptan la postura de Tomás.

Y sucedió que ocho días después, Tomás se encontraba casualmente reunido con los demás apóstoles en una casa, y, cuando menos lo esperaban, estando puertas y ventanas cerradas, allí se presentó Jesús en medio de ellos. Y les brindó un saludo de paz. “¡Paz a vosotros! ¡No os turbéis por nada, porque para Dios no hay nada imposible!” Sin duda alguna que el más turbado era Tomás. ¡Qué vergüenza y bochorno el haber dudado de Jesús! A Tomás le hubiera gustado desaparecer, esconderse, por haber dudado del Maestro.

Es necesario recalcar, de nuevo, que la duda de Tomás fue beneficiosa para todos nosotros. La duda es una actitud de la mente que es fuente de aprendizaje. Porque dudamos nos preguntamos, y siempre que formulaos una pregunta quedamos sedientos de una respuesta. Tomás nos ahorró el bochorno de la duda, y nos obsequió con la respuesta de Jesús: “Mira, toca, mete tu mano. No seas incrédulo”. Y, el pobre Tomás, todo humillado, nos ofreció una bellísima confesión: “¡Mi Señor y mi Dios!” (Juan 20: 28).

Esa confesión de un testigo presencial y ocular e histórico, compañero y amigo de Jesús, debiera ser suficiente prueba que nos confirmara a todos en la fe, y, sin embargo, todavía quedan incrédulos. Incrédulos porque no aceptan esas manifestaciones sobrenaturales de visiones, audiciones o apariciones.

Mas para Dios no hay barreras ni obstáculos. Él tiene dominio sobre toda la creación y sobre nosotros mismos. Somos nosotros los que estamos ciegos a una realidad muy profunda que trasciende todos nuestros sentidos y capacidades de percepción.

Se han dado a través de la historia de la humanidad unos seres humanos que, con su esfuerzo y la ayuda de Dios, han podido remover esa cubierta, ese velo, que nos impide ver la auténtica realidad. Son los llamados místicos. Místicos los hay en todas las religiones. La palabra místico proviene de la lengua griega y significa oculto. Esos místicos han podido percibir, por la gracia de Dios, lo que para el resto de los mortales permanece oculto. Y han podido experimentar en sus propias vidas, audiciones, visiones y manifestaciones de la divinidad que tienen más fuerza y poder que lo que podemos constatar con nuestros débiles y flacos sentidos corporales. Las obras de Santa Teresa son un testimonio elocuente de infinidad de visiones y revelaciones. Y nos asegura que lo veía con los “ojos del alma” o escuchaba “con los oídos del alma”. Y es que, nosotros mismos, bellas criaturas de Dios, somos de naturaleza divina y tenemos capacidad para captar el más allá, aunque no sea un hecho corriente para la mayoría de los mortales, pero sí es posible. No tenemos por qué dudar de las narraciones de los evangelios que nos describen las apariciones de Jesús. Nos las transmitieron precisamente para eso, para que no dudemos. “¡Dichosos los que creen sin haber visto!” (Juan 20: 29) dijo Jesús.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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