Sermones que Iluminan

Pascua 3 (A) – 2014

May 04, 2014


Oremos:

Señor de la vida, Tú eres el creador de este universo,
todo lo hiciste lleno de resplandor y belleza,
pero el egoísmo, la hostilidad y la codicia humanas, le han contaminado
con pobreza, destrucción e injusticia.
Ahora, mediante la victoria de Jesucristo sobre la muerte,
restauras todas las cosas a gloria.
Oramos para que abras nuestros ojos y nos permitas ver
esta nueva creación de justicia, de amor y de paz,
para la gloria de Su nombre. Amén.

Quiero iniciar esta reflexión haciendo una pregunta un tanto desafiante, provocadora: ¿alguno de ustedes ha visto a Dios? Ojalá tuviéramos el tiempo suficiente como para conversar acerca de esta pregunta. Me imagino que las respuestas serían tan variadas e interesantes, que bien pudiéramos salir de este lugar bastante inspirados y motivados a contemplar nuestro contorno con ojos diferentes. El día de hoy, en el tercer domingo después de haber celebrado la resurrección del Señor, quiero invitarles a reflexionar sobre lo que significa “ver con los ojos del corazón”.

Alguna vez se han preguntado, ¿cuál es la diferencia entre ver y mirar? Aunque en nuestro idioma cotidiano intercambiamos ambas palabras y decimos “te estoy viendo” o “te estoy mirando” intentando significar lo mismo, en realidad ambas palabras indican una acción diferente. Algunos definen el acto de mirar como la acción puramente biológica; miramos porque tenemos los ojos abiertos. En otras palabras, miramos cuando dirigimos nuestra vista en una dirección y nos percatamos de lo que ahí se encuentra, pero no detallamos lo que está enfrente a nosotros. Sin embargo, ver se refiere a la acción de dirigir la vista con atención e intención. Es decir, vemos haciendo uso de los ojos junto con la razón, el análisis y el entendimiento. Les doy un par de ejemplos: Miramos cuando decimos, “hoy miré a María en la iglesia y la saludé”. Vemos cuando decimos, “hoy me encontré con María en la iglesia, la saludé y vi que estaba contenta”. El primer ejemplo tan sólo describe el acto externo; el segundo ejemplo nos describe algo más significativo. Ahora, más allá del ver y mirar, si las personas en su conversación comienzan a preguntarse, “¿y no será que María…?”, eso ya no es ni ver ni mirar, eso es chisme.

Bien, dejando la broma a un lado, creo que las lecturas de hoy nos invitan a reflexionar seriamente sobre la manera como nosotros nos relacionamos con nuestra fe. El Señor nos invita a ver, no a mirar. Muchas personas miraron los prodigios que podía hacer el Señor, pero pocos tenían la capacidad de ver. Un ejemplo clásico sacado de los Evangelios es la historia del ciego en el capítulo 9 del evangelio según san Juan. La historia nos habla de un hombre ciego de nacimiento y los discípulos le preguntan a Jesús: “Maestro, ¿quién pecó para que naciera ciego? ¿Él o sus padres?” a lo cual Jesús les contesta: “Ni él pecó ni sus padres; ha sucedido así para que se muestre en él la obra de Dios”. Para hacer la historia corta, el hombre es curado, los líderes religiosos y otras personas no tiene la capacidad de aceptar el hecho de la transformación de ese hombre. En otras palabras, ellos están mirando un hecho, pero no lo están viendo. Incluso los padres del ciego, por miedo, deciden no ver lo que está pasando con su hijo. Pero aquél que había estado ciego, no tan sólo mira lo que sucede a su alrededor pero también puede ver, y por tanto reconocer el poder de transformador de Dios en la persona de Jesús. El que estaba ciego ahora ve, pero los que miraban… tan sólo siguen mirando.

Esto es algo semejante a lo que sucede en la historia del evangelio de hoy. Los discípulos caminaban en dirección a Emaús escapando de la ciudad de Jerusalén después de la crucifixión de su Maestro. Ellos podían mirar el camino; podían mirar la profunda congoja de haber “perdido” (entre comillas) a su Maestro; podían mirar que otra persona se les aunó en el camino; pero dentro de su pena, combinada con miedo, no podían ver. Incluso, no pudieron ver cuando el mismo Señor les explicaba las Escrituras. Fue hasta el momento de sentarse a la mesa, y como dice el evangelio: “tomó en sus manos el pan, y habiendo dado gracias a Dios, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y reconocieron a Jesús; pero él desapareció”. En otras palabras, es en el compartir la mesa, al bendecir los elementos que se encuentran sobre ella, y al momento de partir y compartir el pan cuando podemos ver la presencia de Dios en medio de nosotros.

Ahora quiero regresar a la pregunta inicial, “¿alguno de ustedes ha visto a Dios?” Creo que casi todos le hemos mirado, pero muy pocos le han visto. Para ver a Dios debemos hacerlo con los ojos del corazón. Creo que el esfuerzo de todo cristiano es, o debe ser, éste: ver a Dios en su gloria y ser fortalecidos por su presencia. En la primera lectura de Hechos de los Apóstoles, Pedro, después de proclamar a Jesús como Señor y Mesías, invita a sus oyentes a ver lo que él les está diciendo. Es mediante la reconciliación, el bautismo y la presencia del Espíritu Santo que podemos ver a Dios. Esto nos habla de una trasformación interior radical. El mismo Pedro en su carta nos describe esto diciendo: “Por medio de Cristo, ustedes creen en Dios, el cual lo resucitó y lo glorificó; así que ustedes han puesto su fe y su esperanza en Dios”. Y más adelante describe esta transformación radical como un nuevo nacimiento, “…ustedes han vuelto a nacer, y esta vez no de padres humanos y mortales, sino de la palabra de Dios, que es viva y permanente”.

Poder ver con los ojos de corazón implica estar dispuesto a ser transformado de una manera radical. Si ustedes se ven los unos a los otros, es muy fácil que identifiquen el nombre de la persona que se encuentra a su lado y la profesión que realiza. Si conocen a la persona pues todo resuelto, pero si no la conocen entonces le pueden preguntar el nombre y lo que hace. También es fácil identificar las facciones externas de la persona: color de ojos, de cabello, tipo de pelo, ropa que viste, etcétera, etcétera. Pero si quieren ver a la otra persona con los ojos de corazón tendrán que recurrir a otros parámetros de entendimiento mutuo: entonces podrán decir, somos miembros de una misma iglesia, somos bautizados y por tanto hijos e hijas de un mismo Dios, somos hermanos y hermanas, somos familia, etcétera, etcétera. Esto podría ayudarnos a vivir con una actitud de un respeto mutuo más comprometedor. Quizás esto no tan sólo transformaría a la persona que así piensa, sino también desarrollaríamos la capacidad de transformar nuestras relaciones comunitarias. La Iglesia se transformaría en una verdadera familia.

Ahora, si lo que yo deseo es ver a Dios con los ojos del corazón, entonces el ejercicio es más exigente, transformador y profundo. Aquí estamos hablando de aprender a ver a Cristo en cada uno. Es aquí cuando las palabras de la carta de Pedro que escuchamos adquieren un significado más profundo:

“Ahora ustedes, al obedecer al mensaje de la verdad, se han purificado para amar sinceramente a los hermanos. Así que deben amarse unos a otros con corazón puro y con todas sus fuerzas. Pues ustedes han vuelto a nacer, y esta vez no de padres humanos y mortales, sino de la palabra de Dios, que es viva y permanente”.

Entonces, la resurrección del Señor es mejor experimentada cuando ponemos nuestros miedos a un lado y tomamos el riesgo de mirarnos los unos a los otros con un espíritu de justicia, de amor y de paz. Jesús no resucitó para que miremos este hecho con pasividad, sino para ver la fuerza transformadora del Espíritu.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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