Sermones que Iluminan

Propio 19 (C) – 2025

September 14, 2025

LCR: Éxodo 32:7–14; Salmo 51:1–10; 1 Timoteo 1:12–17; San Lucas 15:1–10

Las parábolas del evangelio de san Lucas para este domingo son conocidas como “las parábolas de la misericordia” o, también, “el evangelio dentro del evangelio”, pues ellas revelan el sentido profundo del mensaje de amor y misericordia de Dios que Jesucristo vino a enseñarnos.

Las dos parábolas, cuyos protagonistas son un pastor que ha perdido una oveja y una mujer -quizás un ama de casa- angustiada por no poder encontrar su dinero, surgen en un contexto determinado: los fariseos y escribas, gente “de bien” de la sociedad palestinense, evitaban el trato y discriminaban a quienes, según ellos, vivían en pecado por no cumplir la ley de Dios. Ningún fariseo o escriba tenía tratos con los pecadores y en sus reglas establecían que a tales personas no se le debía “confiar dinero, ni aceptar su testimonio, ni revelar ningún secreto, ni nombrar tutor de ningún huérfano, ni poner a cargo de un fondo de caridad, ni acompañar en un viaje”. Entonces se escandalizaban y criticaban a Jesús por dejarse rodear de publicanos o recaudadores de impuestos, hombres y mujeres de la vida “alegre”, enfermos y personas que no observaban con rigor la ley judía. En cambio, toda esta gente “de mala fama”, era acogida por Jesús, quien compartía y se sentaba a la mesa con ellos.

Las dos parábolas van a mostrar dos imágenes o maneras de ver a Dios que son opuestas. Para los escribas y fariseos, al igual que para muchos pastores y líderes religiosos de hoy, Dios es un ser lejano e indiferente que rompe toda relación y trato con los pecadores, quienes deben primero hacerse justos y santificarse antes de intentar acercarse a Dios. Para este Dios la única relación posible con el pecador es su castigo y destrucción. La imagen de Dios que nos muestra Jesús es diametralmente opuesta: Dios es el Padre y Madre que, en efecto rechaza el pecado, el mal y la injusticia, pero acoge amorosamente a todos sus hijos e hijas, sean justos o pecadores. Aquí cabe una corrección necesaria acorde a lo que nos muestra la primera parábola: Dios recibe amorosamente a todas sus hijas a hijos, sin embargo, se ocupa con especial atención de aquellos y aquellas que han perdido el camino.

Frente a las críticas recibidas, Jesús habla de aquel pastor que, aun teniendo cien ovejas, al perder una de ellas deja a las otras noventa y nueve en el campo para salir en busca de la extraviada. Hay muchos peligros más allá de la meseta de verdes pastos, donde abundan los precipicios, las zonas desérticas y los animales depredadores como los lobos, zorros y hienas. Muchos rebaños de ovejas eran comunitarios, es decir, no eran de un solo pastor, sino de todo el pueblo y, por tanto, tenían varios pastores. A veces pasaba que quienes tenían sus rebaños completos volvían al pueblo al final del día y avisaban que otro pastor se había quedado en el monte buscando una oveja perdida. Los contemporáneos de Jesús, que eran campesinos, conocían de cerca esta realidad, pues en ese caso todo el pueblo permanecía velando hasta que el pastor volvía con su oveja al hombro y todos se alegraban y daban gracias a Dios. Jesús les recuerda a quienes le escuchan que la alegría del pastor al encontrar su oveja es inmensa.

En la segunda parábola Jesús pone de ejemplo a una mujer que pierde el dinero con el que alimenta a sus hijos y puede afrontar las responsabilidades familiares. La alegría de encontrarlo ha de ser similar a aquella que experimentamos cuando se nos pierden unos documentos importantes, un dinero o unas llaves que no recordamos donde las pusimos, entonces revolvemos toda la casa y aun así tardan en aparecer. ¡Qué alivio y felicidad se siente al recuperar lo perdido! Por eso Jesús dice: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. Para los fariseos y escribas sería todo lo contrario, pues el Dios de ellos no se alegra con la salvación, sino que sádicamente desprecia y condena a los pecadores.

Volvamos atrás. En la primera lectura, del libro del Éxodo, desconcierta el comportamiento de Israel, un pueblo cuyo clamor Dios ha escuchado y les ha librado de la esclavitud. Aun así, le dan la espalda a Dios y se construyen un toro o buey de metal para rendirle adoración. Esta idolatría de Israel y su alejamiento de Dios describe muy bien lo que está pasando hoy en una nación que ha escogido atacar a sus vecinos y violentar a personas inocentes. Pero también nos describe a cada uno de nosotros y nosotras que abandonamos la sensatez, la solidaridad, la bondad y el bien para arriesgarnos por caminos equivocados. Por eso nos preguntamos: ¿nos ignora o rechaza Dios ante nuestros pecados y el olvido de nuestro prójimo?

Las parábolas de la misericordia desde su sencillez responden a estos interrogantes para recordarnos que Dios nos ama con un amor infinito. Nos busca, nos encuentra y se alegra, pues nuestra vida, nuestras acciones –las malas y las buenas–, nuestra felicidad o desdicha, nuestra suerte, son importantes para Él. La certeza del amor de Dios no es una concesión para que pequemos, pues el pecado conduce a opciones de vida autodestructivas por las que se paga un alto precio. El mensaje de las parábolas es un recordatorio de que cuando nos equivoquemos Dios nos dará una segunda oportunidad toda vez que sincera y humildemente reconozcamos nuestros errores y estemos dispuestos a volvernos a Él.

Somos sus hijos e hijas amadas y Dios no quiere que nos perdamos. No es indiferente a nuestros acciones y sufrimientos por pequeños que parezcan. Él nos ha reconocido por nuestro nombre y nos ha llamado para servirle y para acceder a la vida plena que nos ofrece. Aunque andemos en “valle de sombra o de muerte”, aunque nuestras acciones de desamor y violencia contra el prójimo nos alejen de la comunión con Dios, Él no nos olvida y nos sigue buscando y llamando por nuestro nombre como el Buen Pastor.

En la confianza que tenemos en su amor y misericordia inconmensurables, volvámonos a Dios, alimentados en la esperanza y la fe, para rezar juntos y juntas el salmo de nuestra liturgia dominical: “Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí.” Amén, que así sea.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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