Sermones que Iluminan

Propio 21 (B) – 2018

October 01, 2018


Hermanos y hermanas, tengamos fe plena en lo que nos dice el octavo verso del Salmo 124: “Nuestro auxilio está en el Nombre del Señor, que hizo los cielos y la tierra”.

El reino de Dios es diverso, y en esa diversidad hay unión. Por ende, creemos que, dentro de la gran abundancia de diversidad en nuestras comunidades de fe, también podemos y hemos de recalcar nuestra unidad en Cristo. Al reconocer esta diversidad y unidad en Cristo, entendemos que no estamos en competencia, sino que cada persona trae algo que es importante para la jornada difícil a la cual Jesús nos ha invitado. Una jornada de sacrificio. No hay espacio ni tiempo para celos o juicios entre personas.

Para entender la lectura del evangelio de hoy tenemos que leer un poco hacia atrás, leer los capítulos octavo y noveno del Evangelio según Marcos. Hace dos domingos ocurrió algo muy dramático e importante. Pedro declaró que Jesús era el Mesías. Puede ser que para nosotros y nosotras escuchar esto no sea nada dramático, es nuestra realidad y nuestra fe; sin embargo, Pedro al decir estas palabras, en voz alta, no puede retroceder de ellas.

El capítulo y el momento donde se encuentra esa declaración es muy significativo; es en el mismo medio del evangelio—en la cumbre. Justo después ocurre algo muy disonante para Simón Pedro y los otros discípulos. Jesús enseña por primera vez sobre el sufrimiento que ha de venir. Imagínense todos los anhelos y sueños de Simón Pedro incluidos en esa declaración mesiánica; en vez de hablar de victoria, Jesús les enseña sobre lo que ha de venir: sufrimiento. Desde ese momento en adelante Jesús está mirando hacia Jerusalén. Jesús les dice: “Si alguno quiere ser discípulo mío, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame”.

Entonces entramos en el capítulo noveno, en el cual luego de una segunda declaración de lo que ha de venir, leímos sobre la discusión entre los discípulos de ¿quién era más importante? El ciclo se repite: Jesús declara, los discípulos no entienden y les explica sobre el discipulado. Jesús les reprende y les indica que esto no es una competencia, sino una vida de sacrificio y ayuda para las personas que menos tienen. Jesús les enseña que: “El que recibe en mi nombre a un niño como éste, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, no solamente a mí me recibe, sino también a aquel que me envió”.

Es en este contexto que ubicamos la lectura de hoy. En la misma, Jesús, como tantas veces lo hace, recalca lo difícil que es seguirle, lo amplio de su mensaje y que las personas que llevan ese mensaje no forman parte de un grupo exclusivo. Seguirle requiere sacrificio. Seguirle requiere excelencia. El no seguirle tiene consecuencias graves. Es posible que al escuchar esta lectura nos sintamos convictos y convictas por todas nuestras faltas en seguir a Jesús. Todas las maneras en que estamos en competencia o envidiamos a otras personas, todos los chismes, todas las formas en que nuestros enfoques están desvirtuados. Todas las maneras en que no nos apoyamos.

Hay cosas más significativas a riesgo, que las cosas mezquinas entre personas. Nuestra razón de estar en comunidad es para que todas las personas estén en paz entre sí mismas y se ayuden mutuamente a regresar del mal camino y del pecado a la verdad. Esta es nuestra responsabilidad mutua como parte de la comunidad cristiana y dentro de nuestras comunidades de fe. Un comentario sobre el Evangelio según Marcos nos recuerda que este pasaje es sobre lo esencial que es la cruz, que la grandeza viene del servicio a otras personas, incluyendo personas marginadas, y la importancia de que nuestra vocación cristiana vaya más allá de nuestros círculos íntimos.

Estas lecturas se refieren a nuestro comportamiento mutuo cuando estamos en comunidad, nuestro discipulado. Esto es importante porque en comunidad nos fortalecemos mutuamente para lidiar con todo lo que el mundo nos trae. No podemos competir ni envidiarnos dentro de la comunidad, hemos de apoyarnos mutuamente y de esa manera emulamos el reino de Dios.

En la carta de Santiago tenemos una receta de cómo lidiar con los sufrimientos que han de venir a causa de nuestro discipulado. Se nos ofrece la oración al centro de todo lo que se hace. La oración mutua en la aflicción; la alabanza a Dios en la alegría; la oración y unción en la enfermedad; la confesión y la oración mutua para la sanación.

El último aspecto que presenta Santiago es el de la confesión mutua. La misma tiene mucho potencial, aunque poco lo usamos. En nuestro contexto Anglicano/Episcopal va más allá de la práctica de confesión durante el servicio dominical. En nuestra humanidad se nos hace difícil escucharnos. Vivimos compitiendo y envidiamos o enjuiciamos a la otra persona; las dos admoniciones de Jesús a sus discípulos se refieren a esto. En esta confesión mutua tenemos un ejemplo de cómo podríamos vivir en comunidad. Para lograr estar en comunidad, tanto en diversidad como en unidad, tenemos que estar dispuestos y dispuestas a ser vulnerables con cada cual. Esto es algo que hemos de practicar y modelar.

Sin embargo, esta vulnerabilidad mutua no es fácil. Si lo lográramos sería una gran práctica que nos ayudaría a lidiar con los sufrimientos de la vida y servir de apoyo mutuo. Si pudiéramos sobrepasar el miedo al chisme, a la competencia y al juicio, entonces tendríamos un último obstáculo que superar: el poder admitir ante otra persona nuestros pecados y la decepción o desilusión que sentimos – aunque siempre en amor.

Amistades en Cristo, qué lindo sería que en la comunidad nos ayudáramos tanto, que cuando cayéramos en pecado, la persona a nuestro lado alrededor del altar fuera la que nos hace volver a Dios: “sepan ustedes que cualquiera que hace volver al pecador de su mal camino, lo salva de la muerte y hace que muchos pecados sean perdonados”. En esencia esto es lo que resulta de no vivir en competencia o envidia, sino para el servicio de toda persona.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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