Sermones que Iluminan

Propio 26 (A) – 2014

November 02, 2014


A raíz de la misión profética de Jesús contraria a la actitud religiosa de los fariseos, Jesús nos enseña cómo debemos proceder en el camino de la fe. Muchas veces necesitamos una voz de ánimo para seguir adelante, para iniciar algo nuevo que es exigente, o para analizar nuestra vida y confrontarla a la luz del evangelio. La palabra de Dios que hoy estamos proclamando resulta alentadora, pero dura y arriesgada.

La aventura de la fe y de nuestro caminar como cristianos tiene, junto a la promesa de ser felices, su dosis de exigencia y de sacrificio. El mensaje de Jesús es claro: “Solo tenemos un Padre y por eso todos somos hermanos y quien se crea superior hágase servidor de todos” (Mateo 23:9-11).

Es cierto que una de las actividades fundamentales de la Iglesia es el anuncio de la palabra en sus diversas formas, especialmente, predicando y orientando a las personas. Pero ese anuncio no se puede quedar en simple anuncio verbal: como Jesús, tenemos que acompañar nuestras palabras con nuestros hechos.

Esta es la dinámica, si no lo hacemos así, por muy buenas que sean nuestras palabras y por mucha fe que tengamos, no hacemos sino perder el tiempo. Así lo advertía san Pablo hablando a los corintios: “Y si tengo el don de profecía, y entiendo todos los designios secretos de Dios, y sé todas las cosas, y si tengo la fe necesaria para mover montañas, pero no tengo amor, no soy nada” (1Corintios 13:2).

¿De cuántos de nosotros, cristianos comprometidos en la fe y en servicio comunitario, podría decir Jesús exactamente lo que nos relata el evangelio de hoy: “Hagan y cumplan todo lo que dicen, pero no los imiten, ya que ellos enseñan y no cumplen?” (Mateo 23:3).

En verdad estas palabras se pueden prestar a una orden mandatoria, pero no por miedo a eso debemos dejar de reconocer cuánto de verdad sobre nuestras propias vidas contienen. Con toda humildad tenemos que reconocer que es mejor que nos imiten en lo que decimos que en lo que hacemos.

Por eso, no estaría más que nos aplicáramos una cura de silencio por una temporada. Unos meses todos callados, pero trabajando fuerte, dedicándonos a fondo en ayudar a aquellas personas con problemas y necesidades que están más cerca de nosotros.

El camino de la fe nos exige humildad y radicalidad. La única postura válida para nosotros, como cristianos es la del servicio. Por eso dice Jesús: “No se dejen llamar maestro y no llamen padre suyo a nadie en la tierra ni se dejen llamar jefes porque uno solo es su Señor, Cristo. El primero entre ustedes será su servidor” (Mateo 23: 8-11).

Esto es, precisamente lo que deseamos, una vida entregada como testimonio de nuestras palabras. Palabras que, cuantas menos sean, mejor. No podemos olvidar el aporte de riqueza espiritual de la Iglesia, de tantos hombres y mujeres, santos y mártires.

Para no poner muchos ejemplos basta que recordemos la vida espiritual de san Juan de la Cruz, y la obra reformadora de santa Teresa de Jesús y sus escritos. Y es que quienes han entendido lo que es la fe, han hablado y han escrito, pero sobre todo, han actuado, han revolucionado, han transformado y cambiado su entorno.

Ya decíamos, no jefes, no padres, no señores, no maestros sino servidores, aunque nuestra práctica indica que, en la mayoría de las ocasiones, hemos aprendido la lección justo al revés: ya que hay eminencias, hay señores y jefes, hay categorías, grados, puestos reservados, preeminencias, y más.

En esta montaña de clases es muy difícil que el evangelio y su mensaje de fraternidad se abran paso; por eso, terminamos siendo muy religiosos, pero muy poco hermanos. Jesús lo sabía, conocía bien lo que había pasado con su pueblo y era consciente de la debilidad que tenemos por dominar a nuestro prójimo y ponernos por encima. Por eso, lo avisó y lo hizo con radicalidad en este evangelio de hoy.

Jesús lo explicaba todo con claridad, pero pasajes como el de hoy nos asustan y preferimos decir que son palabras simbólicas. Podemos hacer todos los esfuerzos que queramos por engañarnos, pero mejor sería dedicar nuestras energías a servir a los hermanos que sufren, que es lo único que dios quiere y espera de nosotros.

En la segunda lectura, san Pablo nos relata su experiencia pastoral y su relación con la comunidad de Tesalónica. Así lo expresa: “Les tratamos con delicadeza, como una madre cuida a sus hijos. Les teníamos tanto cariño que deseábamos entregarles no solo el evangelio, sino hasta nuestras propias personas, porque se habían ganado nuestro amor” (1 Tesalonicenes 7:9).

Este mensaje da a entender el profundo cariño que Pablo vivió en el corto tiempo que pasó en Tesalónica. Los tesalonicenses eran perezosos, no querían trabajar. Pablo quiere educarles y trabaja para ganarse su propio sustento para ejemplo de todos. No le traiciona el corazón y tiene un amor inteligente que le exige para su bien.

Perseguidos por los judíos, tuvo que abandonar esa comunidad a las tres semanas. Ahora, en Corinto, Timoteo y Silas, que pudieron quedarse en Tesalónica, le cuentan los progresos de los recién convertidos. Pablo constata la eficacia de la palabra de Dios y el mensaje recibido a su vez de los apóstoles y del Señor.

Todo esto es motivo de alegría y agradecimiento, así lo señala el Apóstol: “No cesamos de dar gracias a Dios, porque, al recibir la palabra de Dios que les predicamos, la acogieron no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en ustedes los creyentes” (1 Tesalonicenes 2:13).

La palaba permanece operante porque contiene y transmite el espíritu. La diferencia entre estos ministros del Señor y los fariseos o sacerdotes del Templo, mencionados en el evangelio, es que los primeros son instrumentos de Dios, y los otros se buscan a sí mismos.

En otro orden, los del Templo necesitaban mantener un sistema que les situaba en ventaja, mientras que los segundos sufren persecución por la palabra. Unos involucran su propia vida en el menaje que proclaman, otros transmiten información religiosa y viven de su función.

Al menos nos queda la esperanza de que el evangelio, el de hoy y el de siempre, nunca es una amenaza ni una condena, por duras que sean sus palabras. Siempre es un aviso, una oportunidad que se nos brinda para que nos convirtamos, para que arreglemos nuestros errores, nos dejemos de historias sobre categorías y autoridades y nos dediquemos al servicio amoroso del hermano: “El primero entre ustedes será su servidor” (Mateo 23:11).

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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