Sermones que Iluminan

Propio 27 (B) – 2012

November 12, 2012


Durante la segunda guerra mundial, en los campos de concentración nazis practicaban una norma caprichosa y cruel que le llamaban diezmar. El significado de esta palabra en ese contexto era que sacaban de sus celdas a todos los prisioneros y los colocaban en filas de tal modo que a quien le correspondía el número diez, veinte, treinta… ese día lo condenaban a morir en el paredón, lo eliminaban por puro capricho. Uno de esos días el comandante del campo de concentración se encaprichó en diezmar a los prisioneros que estaban a su cargo y sacó a los miles de hombres que vivían hacinados en las celdas. En medio de la fila alguien empezó a llorar y la persona que estaba a su lado le preguntó la razón de sus lágrimas. El respondió con un dejo de tristeza: “Hasta hoy ha llegado mi vida, pues ya calculé mi posición y sólo pienso en los hijos que dejaré huérfanos y una esposa viuda”. En un descuido del guardia encargado de contar los hombres seleccionando las víctimas aquel buen hombre se cambió de posición poniéndose en el lugar del que debía morir. Ese hombre era un consagrado seguidor de Cristo que testimoniaba a cabalidad el mandamiento del amor y el servicio a los demás. Su nombre era Maximiliano Kolbe.

Murió por alguien que no conocía. Dio su vida en ofrenda a Dios para que ese hombre pudiera cuidar de su familia y testimoniar que una vida ofrendada salvó su futuro. Maximiliano lo dio todo en ofrenda a Dios. Dio en ofrenda todo lo que tenía, lo que era y lo que poseía: su propia vida.

Cristo en el Evangelio de Marcos nos recomienda una actitud sincera en nuestra vida si queremos alcanzar el reino de Dios. Nos dice claramente: “Cuídense de los maestros de la ley, pues les gusta andar con ropas largas y que les saluden con todo respeto en las plazas. Buscan los asientos de honor en las sinagogas y los mejores lugares en las comidas; y despojan de sus bienes a las viudas, y para disimularlos hacen largas oraciones. Ellos recibirán mayor castigo” (Marcos12:38-40).

La hipocresía no va con la vida del cristiano. El buen cristiano no busca excusas para las buenas obras. Para testimoniar la vida cristiana hace falta ser humilde y obediente a la palabra de Dios, no buscar los honores de la alta sociedad ni esconder en una actitud pietista los comportamientos oscuros que hacen daño a los demás. Las lecturas de hoy nos hablan de dos viudas: la de Sarepta y la del evangelio. Ambas actitudes fueron de darlo todo en nombre de Dios y la recompensa vino como consecuencia. No basta hacer largas oraciones, ni tener un record de rezar el rosario o asistir a la misa. La vida y el comportamiento fundamentado en los principios cristianos son los que nos abrirán las puertas del reino de los cielos. Maximiliano, al igual que las dos viudas, dio todo sin esperar recompensas humanas y por eso es ponderado como fiel a la palabra de Dios.

Los maestros de la ley y los fariseos buscaban sus propias glorias en los honores, los asientos principales y los saludos que recibían. Se sentían muy importantes, pero despojaban a las viudas de sus bienes. La viuda, en cambio, dio todo lo que tenía, aunque a los ojos de los seres humanos era una insignificancia, pero era todo lo que tenía y esto sí tiene significado a los ojos de Dios. Los demás daban lo que le sobraba, por lo tanto no era un sacrificio. Muchas veces, en nuestras vidas, le damos a Dios lo que nos sobra de nuestro tiempo, talento y tesoro y por eso no somos bendecidos. Aquella viuda, con ser pobre y desposeída, dio todo lo que tenía y por eso alcanzó la más alta gracia de Dios.

Jesús aprovecha esta oportunidad para enseñar a los discípulos y les dice: “Les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros que echan dinero en los cofres; pues todos dan lo que les sobra, pero ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir” (Marcos 12: 43b-44). Esta es la verdadera actitud que debe acompañar a todos los cristianos y cristianas: dar todo lo que se tiene para vivir. En un mundo como el nuestro, consumista y secularista, se nos hace cuesta arriba vivir a plenitud nuestro cristianismo porque a veces parecemos “tontos” al practicar el bien en medio de una situación de maldad. Con frecuencia nos volvemos egoístas y ambiciosos y nos olvidamos de lo esencial en la vida cristiana: el compartir. La misericordia brilla por su ausencia y escondemos en una falsa piedad la excusa de no hacer el bien ni ofrendar a Dios todo lo que tenemos para vivir.

La viuda de Sarepta compartió con el profeta Elías todo lo que tenía para vivir: un poco de harina y aceite que poseía en una situación de crisis, de sequía y que una vez que consumiera lo poco que tenía iba a morir de hambre. Su actitud de compartir con el hombre de Dios hizo que se multiplicara la harina y el aceite hasta que lloviera y volviera la prosperidad a aquella tierra. Más aún, le devolvió la vida a su hijo que había muerto (1 Reyes 17:15-23).

El mensaje de hoy está muy claro. Necesitamos cambiar nuestra manera de pensar para cambiar nuestra manera de vivir. La crisis que arropa al mundo actual es fruto del comportamiento errado de los seres humanos que hemos descontrolado el clima, provocando un calentamiento global; hemos descontrolado las leyes en contra de la moral y la ética; hemos cambiado los códigos de familia y nuestros hijos se rebelan contra la ley de Dios… en fin, necesitamos cambiar de conducta. La vida cristiana nos ofrece la oportunidad de revertir los daños que está sufriendo nuestro mundo. Si realmente compartimos todo lo que somos con los demás habrá una riqueza espiritual que redundará en bien de toda la humanidad.

La humanidad de hoy sufre de un vacío espiritual que sólo Dios lo llena. Ni el dinero ni la fama ni el prestigio ni el poder han podido llenar ni satisfacer las aspiraciones de todo ser humano. Pero cuando empezamos a experimentar la belleza de la vida interior que se manifiesta en obras de bien, en ofrenda de nuestra vida y en la solidaridad humana es cuando sentimos vivamente la presencia de Dios y nuestra vida cobra sentido. El salmo 146 nos recuerda esta gran verdad: “¡Dichosos aquellos cuya ayuda es el Dios de Jacob, cuya esperanza está en el Señor su Dios!”(Salmo 146:4). Y más adelante dice: “El Señor ama a los justos; el Señor protege a los forasteros; sostiene al huérfano y a la viuda, pero trastorna el camino de los malvados” (Salmo 146:8).

Pidamos al Señor que nos dé fortaleza para cultivar la vida espiritual en dar todo lo que tenemos para vivir y compartir nuestros bienes con los más necesitados.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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