Sermones que Iluminan

Propio 6 (C) – 2010

June 13, 2010

Leccionario Dominical, Año C
Preparado por el Rvdo. Isaías A. Rodríguez

1 Reyes 21:1-10, (11-14), 15-21a; Salmo 5:1-8; ó 2 Samuel 11:26–12:10, 13-15; Salmo 32; Gálatas 2:15-21; Lucas 7:36–8:3

Nos encontramos ante un pasaje bellísimo del evangelio de san Lucas. En él se nos muestra al amor sin límites de Dios ante un pecador arrepentido. Hay en este relato detalles interesantes y sorprendentes que nos descubren la manera de vivir del aquel entonces. Veamos algunos de ellos.

Las casas de los más adinerados tenían un patio interior y en él, con frecuencia, había jardines y una fuente en el medio. Si el clima del día era bueno solían comer en el patio. Las puertas que daban a la calle estaban abiertas. Cuando un personaje famoso era invitado a una de estas casas muchos curiosos se acercaban, más aún tratándose de un maestro de la ley. El pueblo tenía hambre de alimento espiritual. Las gentes deseaban escuchar palabras de consuelo. Esto explica el que la mujer pudiera entrar y acercarse a Jesús. De hecho, a una mujer como ésta jamás la hubiera invitado alguien como Simón, el fariseo. Hemos de tener presente, antes de seguir adelante, que los dirigentes espirituales de Israel se creían los mejores, los santos, y con frecuencia condenaban al pueblo, que con razón se sentía humillado, ofendido y sin esperanza. Por eso, el pueblo sencillo seguía en gran número a Jesús, porque encontraba en él la compasión de que carecían otros maestros espirituales.

En estas comidas, los invitados no se sentaban a la mesa, se “recostaban” sobre unos cojines y lo hacían sobre el hombro izquierdo, dejando libre el derecho; los pies los extendían hacia atrás y se quitaban las sandalias. Esto explica también que la mujer pudiera llegar fácilmente a los pies de Jesús.

En las casas de los más acomodados cuando llegaba un invitado distinguido, se observaban tres costumbres. Lo primero que hacía el anfitrión era colocar su mano sobre el hombre del huésped y darle el beso de paz. En segundo lugar se le ofrecía agua para que se limpiara los pies. En algunos casos, éste era oficio de esclavos o siervos. Este de talle nos trae a la memoria lo que hizo Jesús en la Última Cena, Jesús asumió el trabajo de un esclavo. ¡Hasta este nivel se rebajó! Por eso, Pedro no quería que su Maestro le lavara los pies. La razón de este lavado de pies era porque la mayoría de las calles de Palestina no estaban empedradas y eran como canales de polvo, y al caminar por ellas, calzando solamente sandalias, al uso de entonces, los pies se cubrían de polvo. Un invitado de honor se encontraba a disgusto reclinado a la mesa con los pies sucios. La tercera cosa que todo anfitrión hacía era colocar a la cabecera del invitado ciertos perfumes, o un suave y dulce olor de incienso.

Por estas costumbres que Jesús le reprocha al fariseo no haber practicado, podemos observar ya la descortesía que Simón, el fariseo, tuvo con Jesús. Ahora bien, nos preguntarnos, ¿por qué un fariseo “rogó” a Jesús a que fuera a comer con él? La palabra “fariseo” carecía entonces de la connotación despectiva que tiene hoy. De por sí los fariseos no eran malos. Eran laicos, entre ellos había especialistas de la ley; estaban aferrados a tradiciones, esperaban al Mesías y creían en la resurrección; tenían buen sentido religioso y fidelidad a la ley; sin embargo, pecaban por excesivo formalismo y cierto orgullo espiritual.

Sin duda, Jesús ya era famoso. La gente lo seguía y consideraba como Maestro. Mas era un maestro peculiar, a veces quebrantaba las tradiciones y costumbres de la ley. Simón, el fariseo, se preguntaría, ¿qué clase de maestro es éste? La respuesta era clara: “no puede ser un buen maestro de la ley cuando no observa nuestras tradiciones”. Así que, seguramente, picado por esta duda Simón “rogaba a Jesús que fuera a comer con él”.

Por ello, podemos asumir que se daba cierta dosis de curiosidad en Simón al invitar a Jesús a comer en su casa. Aunque la curiosidad de Simón pudiera ser sincera, no cabe duda de que consideraba a Jesús como un “maestro inferior”. Hemos visto cómo faltó a las cortesías tradicionales de darle el beso de bienvenida, de ofrecerle agua para los pies y de colocar perfumes para ambientar. Podríamos conjeturar que Simón pensaba que Jesús no estaba a la altura espiritual de los fariseos.

Las dudas del fariseo se acrecentaron ante la escena de la pecadora. Sin duda el atrevimiento de la mujer al aproximarse a un maestro espiritual fue enorme. Y la actitud de Jesús al permitir que, en público, una mujer se le acercara, fue revolucionaria. Pero esta mujer pecadora había visto en Jesús algo más que todos los demás no habían percibido.

Simón, el fariseo, se confirmó en sus dudas: “Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora”. Sin embargo, esta pecadora estaba más cerca de Dios que todos los presentes. Arrepentida, derrama sus lágrimas y perfume sobre los pies de Jesús, se los lava del polvo y se los limpia con sus cabellos. Una escena realmente increíble que solamente una persona totalmente enamorada de Dios puede realizar. Las personas enamoradas, a veces, cometen actos de locura. Las personas enamoradas de Dios hacen lo mismo. Lo vemos en esta pecadora y lo constatamos también en todos los santos que han existido en la historia de la Iglesia. La fe de ellos no tiene barreras ni obstáculos, acometen sin miedo cualquier empresa.

Jesús, que tampoco tenía miramientos humanos, exclama ante todos: “Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor”. La mujer, arrepentida en lo más profundo de su corazón, abundaba en amor. En ella florecía el amor divino. Ante tal ejemplo todos quedan confundidos. Simón ahora se da cuenta de que en su corazón no sentía un verdadero amor por Jesús. Ahora, tanto él como el resto de los invitados descubren algo nuevo: que se encuentran ante un Maestro especial. Es un Maestro diferente a todos los demás; este Maestro puede perdonar los pecados.

De ahora en adelante, todos podrían orientar su amor hacia este nuevo Maestro. Para seguirle, solamente hacía falta tener fe. “Tu fe te ha salvado”. La fe profunda y verdadera en Dios es la que nos salva. Toda la Biblia abunda en ejemplos e imágenes semejantes al ejemplo de hoy que nos muestran la misericordia de Dios. 

Jesús aparece ante ellos no como un profeta tradicional que solamente predicaba la misericordia divina y la conversión de los pecadores, Jesús además de eso perdona los pecados.

La actitud de Jesús en este pasaje evangélico nos invita a todos a purificar la mirada que dirigimos a los demás. Jesús no humilla a los pecadores ni los señala con el dedo ni les reprocha sus debilidades. Jesús sabe que el amor de Dios no tiene límites incluso con los grandes pecadores. Nosotros no podemos asumir el papel de jueces y juzgar y condenar a alguien por las apariencias. Porque puede resultar que esa persona que parece pecadora notoria y pública abunde en un amor encendido hacia Dios. 

Esto lo comprendió muy bien otro pecador, Saulo, que de perseguidor de la Iglesia se convirtió en amante de Jesús: san Pablo, y por eso nos declaró: “Estoy crucificado con Cristo; vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. El día en que Cristo viva en todos nosotros al ejemplo del de san Pablo, seremos todos santos 


— El Rvdo. Isaías A. Rodríguez es misionero hispano en la Diócesis de Atlanta, donde ha ejercido el ministerio durante veinticinco años. Oriundo de España, ha vivido en Estados Unidos desde 1974.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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