Sermones que Iluminan

Adviento 2 (A) – 2019

December 08, 2019


El Reino de Dios es aquí y ahora.

El tiempo de Adviento tiene sin duda un contenido profundamente escatológico, es decir del final de los tiempos, que nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con el Creador y con nuestros hermanos en una perspectiva de futuro, pero también, con la responsabilidad que nos asiste en el presente de hacer realidad el Reino de Dios en medio de nosotros.

La colecta de este domingo nos invita a reconocer la presencia de profetas que, a lo largo de la historia, han asumido la tarea de llevar un mensaje de transformación y cambio, que busca conseguir un mundo a salvo del pecado como realidad destructora de la dignidad humana y que sólo es posible restaurar en cuanto acojamos el mensaje y la persona de Jesús y los hagamos parte de nuestro modo de actuar frente al ser humano y la creación que nos ha sido dada.

Todos los bautizados estamos llamados y debemos comprometernos en la construcción de un mundo mejor en el aquí y ahora. La palabra de Dios no puede convertirse solamente en una promesa lejana, resignada a un mundo futuro donde por fin encontraremos paz y rectitud. El compromiso es aquí y ahora en la construcción de estructuras justas, de sociedades equitativas donde las necesidades de todos y todas sean cubiertas; donde la justicia opere real y efectivamente, sin componendas, sin discriminación de ninguna índole, ni por las apariencias o por las habilidades para que las cosas jueguen a nuestro favor en detrimento de los derechos de los otros. No es cuestión de oprimir al rico o poderoso en favor del pobre, se trata de juzgar en equidad, sin mirar la condición de uno u otro; no se trata de despojar al uno para enriquecer al otro, se trata de que todos tengamos lo necesario y razonable para llevar una vida digna, de lo contrario, entraríamos en el mismo círculo vicioso de ricos y pobres, de oprimidos y opresores.

El verdadero mensaje de salvación implica armonía, paz y equidad; que cada uno de nosotros abandone su condición de víctima o de victimario, de oveja o de lobo, de serpiente o de niño, de presa o depredador pues, a través de esa lógica, no es posible recuperar la armonía de la creación. Mientras unos sufran daño y otros lo causen siempre habrá iniquidad, dolor, enfermedad y lamento; no se evidenciará ese reino de Paz y Justicia que nos propone Isaías junto con el salmista, pues para lograr esa realidad tenemos que trabajar todos para que la gloria de Dios llene la tierra, y esto solo puede ser con nuestro testimonio de hijos del Padre Eterno.

A veces parece que el cumplimiento de esas promesas está cada vez más lejos, y es quizá porque estamos parados mirando al cielo, esperando que de allá arriba nos lluevan las soluciones sin asumir nuestra parte en la recuperación del estado de perfección en la creación de Dios.

Para el pueblo de Israel, el linaje de David, cuyo abuelo era Jesé, es referente único que los lleva a tener esperanza en el regreso de antiguas épocas de prosperidad en las que el bienestar y el reconocimiento por parte de otras naciones le daban prestigio y seguridad. Ese modelo de rey poderoso, caudillo libertador y guía militar constituye los rasgos mesiánicos que en su momento quisieron aplicársele a Jesús. Sin embargo, el Señor nos mostró que la construcción de ese reino próspero y justo está, no en cabeza de un líder único y soberano, sino en una comunidad permeada y transformada por el amor que permite que cada uno aporte lo mejor de sí para el bienestar de todos.  

Es nuestro deber bautismal comprometernos con una esperanza activa, como dice Pablo en la carta a los Romanos, que nos permita consolarnos en medio de situaciones que, aunque nos angustian y no nos dejan ver con optimismo el futuro, podamos vencer en la medida que trabajemos juntos y nos aceptemos los unos a los otros sin partidismo, xenofobia, homofobia, racismo, machismo o feminismo; trabajando unidos en la construcción de mejores condiciones de vida para todos.

Realmente el mensaje cristiano es esperanzador. Como David es un referente de justicia, paz y prosperidad para el mundo judío, así lo es Cristo para nosotros; Él es nuestro adalid y nuestro guía. Pero no para que nos quedemos sentados esperando que él regrese a solucionar todos los problemas del mundo, que finalmente han sido causados por nuestra indolencia, irresponsabilidad, ambición, egoísmo y toda clase de pecados. El compromiso del cristiano consiste en escuchar el mensaje del Evangelio y llevarlo a la práctica para poder decir con Juan el Bautista que el Reino de Dios está cerca, y nos dediquemos con todas nuestras fuerzas, recursos y voluntad a preparar un camino recto para que el Señor se haga presente sanando a los enfermos a través de un sistema de salud eficiente, alimentando a los hambrientos a través de un trabajo digno y bien remunerado para todos y todas, consolando a los tristes a través de brazos y corazones amorosos que abracen y no rechacen, acogiendo a los refugiados y migrantes a través de políticas justas y corazones amables, reivindicando a los excluidos a través de la acogida y el respeto, recuperando los recursos naturales a través de una conciencia ecológica que nos permita amar y respetar nuestro planeta como obra de Dios para que habitemos felizmente en él.

Es así como se pondrá en evidencia que realmente nos hemos vuelto a Dios, que nuestro bautismo es mucho más que una cuestión de linaje cristiano adquirido por un rito mágico mediante el cual dejamos nuestras manchas del pecado original en las aguas derramadas sobre nuestras cabezas, pero que en muchos casos, se queda en la sola apariencia sin asumir realmente los compromisos que nuestros padres y padrinos pronunciaron en los votos Bautismales y que renovamos en el rito de la confirmación o en cualquier otra ceremonia litúrgica en las que alegremente decimos con voz altiva: “Sí, renuncio” “Sí, creo” “Así lo hare con el auxilio de Dios”. Es comprometiéndonos con el Señor, con los hermanos y con el mundo en general a renunciar al mal, a creer y creerle a Dios, a respetar la dignidad de todo ser humano y a cuidar la creación, que hacemos realidad estas promesas con las que podemos aportar eficazmente a la justicia, la paz, la prosperidad y la felicidad de todos.

Realmente necesitamos sentir en nuestro interior el fuego del Espíritu Santo, un fuego devorador que despierte nuestra conciencia y nos mueva a trabajar por un mundo de justicia y paz; un fuego devorador que consuma la injusticia, corrupción, discriminación, violencia y toda clase de maldad para que Jesús reine en las vidas de todos y la creación entera alcance la armonía soñada por todos.  

El Rvdo. Ricardo Antonio Betancur Ortiz, es Presbítero en la Iglesia del Espíritu Santo en la Diócesis de Colombia. Es Abogado de profesión y el séptimo de 12 hermanos de los cuales uno es Diácono en esta misma Diócesis.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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