Sermones que Iluminan

Adviento 3 (B) – 2020

December 13, 2020

[RCL]: Isaías 61:1–4, 8–11; Salmo 126; 1 Tesalonicenses 5:16–24; San Juan 1:6–8, 19–28


El Adviento proclama que lo mejor de nosotros aún no ha acontecido, que está por delante. Que la fuerza de la esperanza que emerge en medio de toda tiniebla como una luz que irrumpe en medio de la oscuridad tiene la capacidad de llenar el mundo de una novedad inaudita: Dios, en Jesús de Nazareth, se hizo uno de nosotros.

Al hacerse uno de nosotros, al compartir nuestra humanidad, es decir nuestras alegrías y tristezas, nuestras debilidades y fortalezas, nuestras pasiones y nuestras tensiones, nos mostró algo increíblemente positivo: el mal no forma parte de la naturaleza humana. La presencia de uno de la Trinidad entre nosotros proclama un Dios que reconoce que somos barro, pero que también somos aliento divino. Jesús, el hombre sin pecado, aquel que pasó haciendo el bien -como es proclamado en Hecho de los Apóstoles- nos muestra lo más genuino de la humanidad: el llamado a la comunión con Dios. El pecado, reitero, no forma parte de la naturaleza humana. El misterio de la encarnación, el misterio de Jesús de Nazareth entre nosotros posibilita que Dios mismo asuma el pecado del mundo, el pecado de toda la historia, todo signo y expresión de mal en sí mismo, para transformarlo en vida buena y abundante.

El texto del Evangelio que la liturgia nos ofrece hoy nos habla de un hombre enviado por Dios, llamado Juan, que la tradición ha denominado Bautista, el que bautiza. Este hombre se hizo testigo de la luz. Testigo, en el sentido más original del término, significa aquel que da la vida por otro, aquel que vivencia el martirio, lo cual, efectivamente, sucedió con Juan el Bautista. Pero, también, en nuestra interpretación común del término testigo es el que testifica, el que anuncia y proclama a otro, a alguien mayor que sí mismo.

Un elemento que merece ser mencionado es la simbología de la luz. Este escenario de luz y oscuridad, tan propio del evangelista Juan, nos ofrece una gran posibilidad de participar y comunicar, aquí y ahora, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, la luz del horizonte que nos convoca. Jesucristo es la luz que brilla en la oscuridad; en toda oscuridad. Ciertamente, ello puede tener un elemento social: nuestros contextos, en algunos casos de sufrimiento, soledad, violencia y muerte nos arrojan al mundo de la oscuridad, allí donde parece ser que Dios es el gran ausente. Pero también puede tener un elemento espiritual: la noche oscura. Algunas veces, en nuestro interior, en nuestra dimensión psico-espiritual, vivenciamos la ausencia de Dios.

La gran buena noticia del evangelio en su totalidad, y de este pasaje en particular, es que Dios solidariamente, en Jesús de Nazareth, ilumina la oscuridad, quita el pecado, vence la muerte.

Por otra parte, y en absoluta sintonía con el Evangelio, el texto del Profeta Isaías nos presenta los grandes signos mesiánicos. Posteriormente, el propio Jesús, según la tradición del evangelista Lucas se identificará con ellos. El Adviento anuncia que el Dios con nosotros, el Emmanuel, fue “enviado a dar buenas noticias a los pobres, a aliviar a los afligidos, a anunciar libertad a los presos, libertad a los que están en la cárcel”. Pero, aún hay más, ésta también es la misión de la Iglesia. El Movimiento de las discípulas y discípulos de Jesús tenemos la misma misión. También nosotros, en nuestro contexto, debemos promover la vida digna, cuidar de los heridos del camino, no utilizar la Sagrada Escritura para esclavizar o poner cargas y pesos sobre las personas. La Misión de la Iglesia, de los seguidores del Maestro, es la de no encerrarnos sobre nosotros mismos, no vivir al margen o generando mecanismos de exclusión sino transformando la sociedad y todas nuestras realidades desde su mismo interior como la levadura en la masa.

Finalmente, la Primera Carta a los Tesalonicenses hace una invitación a la comunión con Dios mediante la oración. Comunión fundada sobre aquél en quien creemos, de quien el texto dice que es fiel. Afirmar la fidelidad de Dios significa reconocer la piedra firme desde la cual estamos cimentados. De diversas formas y maneras la Comunidad de los creyentes hemos experimentado que Dios no se desdice. Que Dios no se presenta, en Jesús de Nazareth, como un extraño sino como alguien con el cual podemos tener familiaridad. Dios permanece fiel a su palabra, nos sostiene, no nos suelta la mano, no deja que la oscuridad nos venza; Dios permanece en nosotros y con nosotros en los momentos más oscuros anunciando que lo mejor de nosotros, aún no ha sucedido, está por delante.

Este domingo somos sumergidos en la buena nueva de Dios, en su luz, en su fidelidad, en su anuncio de vida, de plenitud, de dignidad, de libertad del pecado, de todo aquello que nos ata al hombre viejo y no deja que lo mejor de nosotros se exprese como presencia y cercanía de Dios para los otros en nuestro rostro, en nuestras vidas compartidas.

Este domingo somos sumergidos en la buena noticia, así como le sucedió a Juan el Bautista. No somos el centro de la historia; somos invitados a anunciar a Otro, al Dios con nosotros, al Dios que se hizo historia en Jesús de Nazareth. La salvación es una invitación gratuita de Dios, y a nosotros corresponde, con nuestra misma vida, dejar emerger, dejar aflorar la buena nueva del amor que Dios nos tiene.

Este domingo somos sumergidos en la profundidad del Reino de Dios y del Dios del Reino. Los signos mesiánicos, que mencionamos anteriormente, nos revelan, nos muestran el proyecto de Dios, pero aún más, revelan a Dios mismo. Por su propuesta descubrimos quién es, qué propone, y le decimos que sí: estamos dispuestos a su seguimiento, renovamos la confianza en él y en su fidelidad constante.

Que este tiempo de Adviento que vivimos, ya próximos a la Navidad, renueve nuestra fe en aquél que sabemos que nos ha amado primero, que es fiel a su palabra y portador de la luz sin ocaso.

¡Que así sea!

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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