Sermones que Iluminan

Adviento 4 (B) – 2011

December 19, 2011


Hoy celebramos el cuarto y último domingo de adviento correspondiente a este Año Litúrgico B, nos acercamos una vez más a la celebración del nacimiento y encarnación del Hijo de Dios, cuya venida en carne fue preparada desde antiguo, anunciada por los profetas y esperada con inefable amor de madre por la virgen María. Pero no podemos reducir el adviento a la inmediata preparación de la navidad, pues el adviento en sentido amplio “es el prefacio de todo el Año Litúrgico, que nos hace gustar anticipadamente la celebración del misterio total de Cristo”. (Pimontel Guadalupe, Diccionario Litúrgico, Ed. Paulinas, S.A. México 1989)

El adviento es anuncio de una llegada. Si alguien va a llegar es preciso prepararse a recibirlo y más aún cuando se trata de un personaje especial que viene a realizar una misión especial. A lo largo y ancho de la historia de la salvación encontramos la narración de muchas anunciaciones de personajes importantes, como el nacimiento de Samuel (1sm 1,1-20), el nacimiento de Juan El Bautista (Lc. 15-25), etc. Pero, el evangelio de hoy nos presenta el anuncio del nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios. La anunciación la hace el ángel Gabriel a una joven llamada María. Este es un anuncio trascendental puesto que con él culmina el anuncio de las promesas hechas desde antiguo al pueblo de Israel. El pueblo que espera no será defraudado, podrá ver con sus propios ojos al esperado.

La llegada del Mesías salvador se realizará en un ambiente totalmente contrario a los paradigmas existentes y esto será motivo de escándalo y de tropiezo para muchos más adelante. Este acontecimiento se materializará en el vientre de la elegida, la favorecida, la llena de gracia, una mujer joven, virgen, humilde y pobre, de un pueblo pobre (Nazaret), desposada con un hombre pobre y humilde (José) de la estirpe de David. Esa mujer se llamaba María.

En su libre albedrío Dios la elige para ser la madre del salvador: “Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús” (Lc. 1:31) le dijo el ángel Gabriel. Con esta elección queda de manifiesto que el proyecto de salvación trazado desde antiguo por nuestro Dios, no está ligado a ningún tipo de privilegios, ni sujeto a ninguna ley humana.

Pese a que el saludo del ángel resalta la personalidad de María: “Llena de gracia, el Señor es contigo, vendita tú eres entre todas la mujeres”, el evangelista san Lucas no pretende colocar a María en el centro de atención, sino destacar cómo el poder de Dios se manifiesta de una manera grande y maravillosa ya que el mismo Dios será el progenitor, por eso el ángel le dice: “El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1:35).

¡Qué admirable es nuestro Dios, que sorprendente con sus decisiones! A María, su hija, la hace madre de su Hijo. Dios la llama por su nombre y le da una misión. María cree las palabras del ángel y las acepta con humildad: “Yo soy la servidora del Señor hágase en mi según como has dicho” (Lc. 1:38). Así, pasa a ser parte importante en la historia de la salvación y en la obra redentora de nuestro Dios.

En la narración de la anunciación, el más importante es el anunciado, el que viene a realizar la gran misión de redimirnos del pecado y llevarnos a la salvación, el anunciante ( el Ángel Gabriel) y quien recibe el anuncio (la virgen María), no son más que servidores del anunciado, Jesús. Pero esto no significa que tenemos que ignorar a María como hacen algunas denominaciones cristianas, todo lo contrario ella merece nuestra honra, nuestro cariño y respeto, por su virtuosa y santa vida y por ser la madre de nuestro Señor, sin caer en exageraciones odiosas que puedan opacar la obra de Jesús, como también han hecho otras denominaciones cristianas.

María es bendecida por llevar al Hijo encarnado en su seno y por guardar su palabra: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Cómo he merecido yo que venga a mí la madre de mi Señor? ¡Dichosa tú por haber creído que se cumplirán las promesas del Señor!” (Lc. 1, 2-43.45). Estas fueron palabras de Isabel cuando María fue a visitarla.

Al igual que María, tú y yo podemos ser bendecidos, si aceptamos con humildad y generosidad la palabra de su hijo, la concebimos en nuestros corazones y se la damos a otros de la misma forma en que la recibimos. Cada día repitamos con María: “Yo soy la servidora o el servidor del Señor, hágase en mi según su palabra”(Lc. 1:38).

Para terminar repetimos la oración de la Iglesia para día de la anunciación: “Derrama tu gracia en nuestros corazones, oh Señor, para que los que hemos conocido la encarnación de tu hijo Jesucristo, anunciada por un ángel a María la virgen, seamos llevados por la cruz y pasión de Cristo a la gloria de su resurrección. Amén” (Libro de Oración Común. p. 156).

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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