Sermones que Iluminan

Cuaresma 1 (A) – 2014

March 09, 2014


En este primer domingo de cuaresma, el elemento que más resuena en la Palabra escuchada es la tentación. En el jardín del Edén, aquel lugar donde nada faltaba al hombre y a la mujer, entró la tentación de ser iguales a Dios, de “ser como dioses” en el conocimiento del bien y del mal.

Para los antiguos israelitas, este atributo era exclusivo de Dios: él era el único Ser capaz de establecer el criterio de la bondad o de la maldad sin equivocarse. Los líderes religiosos de Israel, abocados a dar respuestas a sus múltiples fracasos históricos, tanto políticos como sociales y religiosos, reflexionan sobre su pasado y empiezan a darse cuenta de que una de las grandes causas del mal, experimentado a largo de su historia pasada, fue el hecho de haber pretendido igualarse a Dios en ese sentido.

Nos trata de enseñar el Génesis con aquel relato del primer pecado que cuando nos dejamos llevar por la tentación de ser iguales a Dios, la consecuencia inmediata es el fracaso, la pérdida total de nuestro horizonte humano, porque se prescinde de Dios.

Hoy más que nunca, esta tentación está latente en nuestras vidas. Los grandes avances científicos y tecnológicos, los viajes especiales, el enorme desarrollo de los canales de la información, de las comunicaciones y del conocimiento, en una palabra, la pretendida desmitificación del mundo, del hombre y de Dios, son como esa serpiente que incita a la mujer a comer del fruto prohibido; es decir, a hacernos pensar que todo lo anterior, nos puede llevar no sólo a ser iguales a Dios, sino incluso a superarlo.

Y esto no es sólo una posibilidad. De hecho, si miramos con detenimiento las causas que están a la base de aquellas grandes catástrofes humanas como las guerras, el enfrentamiento entre pueblos, el derramamiento de sangre, en fin, aquellos grandes atropellos a la dignidad humana y sus derechos, podemos ver que aunque ante el mundo, esas causas no dejan de ser políticas, para un creyente, son antes que nada religiosas: a un hombre o a un grupo, se les ocurrió que podían ser iguales a Dios.

Igual puede suceder al interior de nuestro hogar: cuando a papá o a mamá se les ocurre que son los únicos que pueden establecer los criterios del bien y del mal, ignorando por completo la voz de sus hijos, ese ejercicio de la paternidad o de la maternidad, se convierte en violencia. Y lo mismo podemos decir en el ambiente de trabajo, en el eclesial, aún en nuestros grupos parroquiales. Examinemos pues, nuestro corazón y veamos cuántas veces nos hemos encontrado con esa tentación de ser iguales a Dios, de arrebatarle a él ese atributo exclusivo suyo de saber juzgar entre el bien y el mal. Más aún: miremos cuántas veces hemos sucumbido ante esa tentación. Delante del Señor digámosle que no queremos continuar con esa actitud y dejar que él siga siendo quien ilumine nuestro camino y nuestras relaciones con los demás.

Hemos escuchado también el pasaje de las tentaciones de Jesús en el desierto. Jesús acaba de ser bautizado; es decir, acaba de realizar un acto de compromiso sumergiéndose en las aguas del Jordán. Allí, los pecadores se sumergían y salían purificados, dejando en el agua su maldad.

Jesús, al entrar a esas aguas, asume esos pecados del pueblo, los carga consigo para empezar un camino de lucha contra el mal, un camino de superación para su pueblo. Una vez que sale de las aguas del Jordán, se va al desierto y allí es abordado por el tentador quien lo incita para que de algún modo se desvíe de su proyecto.

No es provechoso entender literalmente la presencia física de un ser diabólico que se le aparece a Jesús; este relato nos dice más, nos enseña más, si tratamos de asimilarlo como algo simbólico. Ya dijimos que con su bautismo Jesús ha decidido asumir radicalmente un compromiso de transformación en todos los sentidos. Juan anuncia la llegada de Dios que viene a castigar con furia a quienes no se han arrepentido; por eso la gente, asustada y temerosa, se hace bautizar.

Jesús, en cambio, intuye que la conversión de las personas no puede hacerse por temor o miedo; debe ser una conversión basada en la convicción profunda de que Dios es un padre amoroso, lleno de misericordia, que acoge al pecador y lo levanta siempre y cuando cada uno se abra a esa acogida de Dios. Para Jesús, lo importante no es el castigo de Dios, lo importante es el amor, el perdón y la gracia que él derrama sobre cada uno cuando hay conciencia de pecado y deseos de conversión.

Pero si bien, Jesús elige una forma distinta de llamar a la conversión, lo que aún no tiene muy claro es el cómo realizar su propuesta, cómo asumir esta tarea, qué medios puede utilizar para llegar a la conciencia de su pueblo. Es justamente, en ese marco de dudas e incertidumbres, donde vienen las tentaciones que nos narran los evangelistas. Y aquí es importante que caigamos en cuenta de algo que casi siempre pasamos por alto cuando leemos el pasaje de las tentaciones de Jesús: entendamos muy bien que el tema de fondo es la tentación que siente Jesús de tentar a su Padre Dios. Esa es la auténtica tentación que nos quieren narrar los evangelios: Jesús se siente tentado de tentar a Dios; algo que es sumamente frecuente en la relación hombre-Dios y por donde pasa también Jesús como hombre. Enseguida aclararemos esto.

Jesús pretende llegar a la conciencia de todo su pueblo, quiere hacerse escuchar de todos, contarles cuán amoroso y misericordioso es su Padre, darles a conocer la gran noticia del perdón y la acogida de Dios a todos, decirles que a todos, puros e impuros, buenos y malos, justos y pecadores, a todos, los ama Dios con infinita bondad y que de cada uno espera Dios que haya apertura de mente y corazón, arrepentimiento y conversión para poder que su reinado sea vivido y sentido por todos sin excepción. Eso es lo que Jesús quiere hacer. La cuestión está en el cómo hacerlo, cómo lograr eso.

Así, comienza a intuir Jesús que quizás, la forma más fácil de atraer a la gente es llenándoles el estómago, dándoles gratis la comida, el vestido, todo a cambio de que le sigan; ¿quién no seguirá a alguien que regala los medios para vivir? Pero, ¿y quién obrará este milagro? Pues Dios, ese Padre que acaba de proclamarlo “mi Hijo predilecto…” después de su bautismo. Tentación gravísima la que siente Jesús: ¡pretender tentar a su Padre para que obre milagrosamente en su favor! En su proceso de discernimiento, Jesús cae en la cuenta de que así no podrá realizar su tarea como enviado, como Mesías; no se trata de utilizar estrategias que duran lo que una flor de un día; ciertamente, “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”, y esa Palabra de Dios, tiene que entrar a la conciencia por otros medios.

Así pues, cada uno examinemos cuáles ha sido las tentaciones que hemos sentido a lo largo de nuestra vida en relación con nuestra tarea de ser multiplicadores del mensaje de Jesús; ¿cuántas veces hemos sido tentados de desviar el plan de Dios pretendiendo utilizarlo a él para nuestro beneficio y no para servirle a él con todo nuestro ser?

Al iniciar este camino cuaresmal, hagamos ese discernimiento, miremos en perspectiva cuáles son nuestras tareas y preguntémonos si estamos dispuestos como Jesús a asumir esa actitud de conversión, de no pretender tentar a Dios para que realice él las tareas que debemos realizar nosotros. Más bien roguemos a ese Padre de todos y todas que nos dé la fuerza y la sabiduría necesarias para encontrar el camino adecuado y duradero de nuestra conversión que a su vez sea luz para la conversión de quienes nos rodean.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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