Sermones que Iluminan

Cuaresma 3 (B) – 2012

March 12, 2012


Un acercamiento a las lecturas de hoy desde el punto de vista de la experiencia de las comunidades hispanas y latinas, a las cuales nuestra Iglesia Episcopal ha abierto sus puertas puede enriquecernos considerablemente. A medida que la Iglesia Episcopal continúa sus esfuerzos para proveer un espacio para nuestras comunidades hispanas debemos también celebrar el espíritu y la energía con que estamos revitalizando la vida de la Iglesia. Lo cierto es que a pesar de muchos avances y metas alcanzadas, aún tenemos la necesidad de que en un espíritu de oración y discernimiento ayudemos a la Iglesia no solo con un mejor entendimiento de nuestras necesidades, sino también involucrándonos en un diálogo sobre las barreras y estructuras que limitan la plena participación de nuestro pueblo en la vida de la Iglesia y en nuestra respuesta al llamado de Dios. El evangelio de hoy, es un texto que nos ofrece un buen punto de partida para la reflexión y el diálogo.

Al igual que en el desierto y en las montañas, el templo es un lugar para un encuentro especial con Dios. Pero parece indicar que la adoración del templo había sido organizada de tal forma que no reflejaba la idea original de Dios de construir una casa de oración para todas las naciones. Más bien, ciertas barreras habían sido establecidas por los líderes religiosos que impedían acceso al templo y excluían a ciertos grupos, en especial los marginados. Por esta razón el evangelio de hoy no nos presenta el rostro glorioso de Jesús que a menudo preferimos visualizar. El rostro que vemos hoy es un rostro de enojo.

Muchos teólogos y predicadores han interpretado que el enojo de Jesús es dirigido a los mercaderes y cambistas del templo. Quizás un poco de conocimiento sobre la forma que el templo estaba estructurado nos puede ofrecer información relevante en muestra interpretación.

El templo tenía cinco pórticos parecidos a lo que hoy llamamos patios. El primer patio exterior, conocido como el “patio de los gentiles” era el más alejado del santuario. En orden de cercanía al santuario le seguía el “patio de las mujeres”, después el “patio de Israel o de los hombres” y posterior a ese, se encontraba el patio de los sacerdotes, el cual estaba en torno al santuario. Estos patios estaban rodeados por un muro y donde se prohibía el acceso de personas de los diferentes grupos. El santuario estaba dividido en dos partes: “el Santo”, en el que estaba la mesa de los panes de la proposición, el candelabro de los siete brazos y el altar de los perfumes que un sacerdote incensaba dos veces al día. A continuación, separado por un gran velo y, en lo más recóndito del santuario, estaba el “Santo de los Santos”, un lugar oscuro ocupado en otro tiempo por el Arca de la Alianza. El único que tenía acceso a este lugar era el sumo sacerdote, pero sólo una vez al año y después de una larga purificación con ayunos y oraciones. Lo hacía el día del Perdón, la fecha más santa del judaísmo. A partir de ese concepto de santidad ritual se establecía un orden de mayor a menor pureza hasta terminar en los gentiles, quienes por carecer de pureza legal no podían pasar del primero de los patios.

Los líderes religiosos en tiempos de Jesús habían convertido el patio de los gentiles en una especie de mercado “sagrado” para la venta de animales que eran requeridos para el sacrificio y también para intercambiar el dinero que se ofrecía en el templo. Era permitido traer dinero romano al patio de los gentiles para cambiarlo, pero no a los otros patios. Por tanto, el patio de los gentiles había sido excluido del resto del templo. Ya no era visto como parte de la casa de oración de Dios, sino más bien como un simple y mundano mercado.

Jesús se centra en esta área. Jesús pudo muy bien haber hecho la afirmación de que el patio de los gentiles es tan sagrado como los demás patios. Por tanto, el enojo de Jesús más bien estaba dirigido a los líderes religiosos que habían creado una estructura religiosa llena de barreras para el resto del pueblo de Dios. La reacción de Jesús, desde esta perspectiva, es más bien una afirmación de su ministerio y proclamación de que Dios es Dios de todos y no de un grupo selecto; y que la exclusión de algunos, debido a sus antecedentes de nacionalidad, cultura o tradición, es una actitud totalmente opuesta a la voluntad de Dios para el mundo y mucho más para su casa de oración.

Al igual que los líderes religiosos en tiempos de Jesús, algunos cristianos hoy continúan prácticas de exclusión en nuestras iglesias y en nuestra sociedad en general. Vivimos en una cultura saturada de prejuicios y estereotipos sobre personas y culturas diferentes. La Iglesia está integrada por seres humanos y como tal no es ajena a esta experiencia de prácticas que excluyen o devalúan a personas de grupos minoritarios. Vivimos en tiempos de grandes oportunidades, tiempos de gran necesidad de reanimar la vida de la Iglesia creando espacios donde el diverso pueblo de Dios, todas las personas, sus culturas y tradiciones sean reconocidas, aceptadas y celebradas. Porque si hay algo que nos llega con una claridad deslumbrante es que Dios es Dios de todos.

Un cuento popular narra la historia de alguien que muere y va al cielo y san Pedro comienza a enseñarle las diferentes mansiones: “Aquí está la de los judíos, aquí la de los budistas, en esta otra la de los musulmanes, etc.” Entonces se acercan a una mansión inmensa rodeada de unas paredes altísimas y dentro se podía escuchar a gente cantando y celebrando. ¿Quiénes son esos?, le preguntó la persona. Y san Pedro, llevando su dedo a los labios, le susurró que no hiciera ruido y le dijo: “Son los cristianos, que se creen que ellos son los únicos que están aquí”.

Hermanos y hermanas, creyentes como ellos necesitan tener una experiencia parecida a la del templo. Una experiencia que los despierte a la realidad de que Dios es más grande que cualquier religión, de que Dios es Dios de todos y no de algunos. El evangelio del domingo pasado nos invitó a reflexionar sobre el significado de ser discípulos de Jesús; el de hoy nos invita a reflexionar sobre lo que significa ser la Iglesia de Jesús. El texto de hoy nos invita a imaginarnos a Jesús entrando a nuestro propio santuario. ¿Qué barreras hemos edificado que impiden la plena participación de todos sus miembros? ¿Cuál es nuestra misión? ¿Cómo la estamos llevando a cabo? ¿En qué formas tangibles vivimos y llevamos a otros el mensaje incondicional del amor de Dios? ¿Qué cambios necesitamos hacer en nuestra Iglesia para que el Espíritu creador de Dios vivifique nuestra comunidad y experimentemos una transformación radical de fe? Evidentemente, imaginarnos la visita de nuestro Señor estimularía conversaciones muy importantes en nuestras congregaciones con el potencial de abrir la Iglesia a los nuevos horizontes de su misión.

Alguien dijo una vez que algunas personas cambian solo cuando son forzadas a hacerlo. Son como el joven que siempre estaba en problemas con la ley. Un día fue a confesarse y le dijo al padre. “Padre, voy a cambiar mi forma de ser”. El sacerdote le dijo, “¡qué bueno hijo mío, qué bueno, parece que finalmente has visto la luz!”. “No padre, no,” respondió el joven, “no sido la luz, sino el fuego, por los problemas en que me he metido”.

Parece ser que hay dos razones por las que las personas cambian. Una porque sienten el fuego y la otra porque ven la luz. Sentir el fuego nos fuerza a cambiar. Ver la luz, nos inspira a cambiar. La historia del evangelio de hoy revela la luz. La actitud de Jesús nos revela la esencia de lo que significa ser el templo de Dios. Es un mensaje de inspiración cuando recordamos que Dios quiere que vivamos en comunidades de amor donde todos sean incluidos y bienvenidos. La Iglesia, es un lugar sin pórticos, un lugar donde todos son aceptados y valorados. Si por alguna razón nos hemos desviado de esa visión, oremos para que el Señor se aparezca en nuestro templo.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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