Sermones que Iluminan

Cuaresma 3 (B) – 3 de marzo de 2024

March 03, 2024

LCR: Éxodo 20:1-17; Salmo 19; 1 Corintios 1:18-25; San Juan 2:13-22

Los mandamientos del Señor son rectos, que alegran el corazón; el precepto del Señor es claro, que alumbra los ojos. 

Al hablar de leyes, mandamientos y reglas en nuestro tiempo, corremos el riego de vernos raros, anticuados o incluso autoritarios entre una generación que reclama siempre sus derechos y libertades. En muchos sitios hablar de principios eternos y ordenanzas divinas puede interpretarse como una tontería o incluso algo escandaloso. Por lo general, no nos gusta que nos digan: haz esto, no hagas aquello. Somos una generación que pretende ser su propia ley.

Sin embargo, para los creyentes la ley de Dios es algo superlativo. Como dice la lectura del Primer Testamento, alegra el corazón y alumbra los ojos. Insistimos en que los mandamientos, por antiguos que sean, tienen una vigencia real para nuestras vidas. Para algo nos sirven. Pero ¿cómo y para qué?

En primer lugar, cada vez que leemos los mandamientos de los Dios, especialmente el texto del Decálogo -como solemos llamar a los Diez Mandamientos-, que fueron entregados a Moisés y al pueblo hebreo en el Sinaí, recordamos que el Señor es nuestro Dios, que él nos hizo y nos libra de la esclavitud del pecado, y que no hay otro dios más que él, por lo que le debemos honor, adoración y obediencia. Y, desde ahí, encontramos el primer escándalo al hablar de la ley de Dios: nuestra supuesta autonomía sólo resulta en la esclavitud; la verdadera libertad se encuentra en amar y servir al Señor y en cuidar de su creación.

Lo que pide el Señor al ofrecernos la libertad de esa esclavitud es la justicia, la rectitud. Los mandamientos, por tanto, nos enseñan cómo concretizar esta justicia; es decir, nos enseñan lo que Dios quiere de nosotros.

Los mandamientos nos enseñan que Dios quiere que le honremos debidamente, que le rindamos culto, pero no a medias; que no le atribuyamos su gloria a ningún otro, sino sólo a él. Vemos que Dios reclama sus derechos de autor: Soy el Señor tu Dios, un Dios celoso… Quiere que le dediquemos tiempo y no hagamos mal en su nombre.

También, los mandamientos nos muestran cómo es una vida que agrada a Dios y que propicia la libertad auténtica al ser humano: para que vivas una larga vida en la tierra que te da el Señor tu Dios. Es una vida en la que hay respeto para los mayores, en la que se valoran la vida, los bienes y la integridad de los demás; es una vida en la que el matrimonio y la familia son sagrados y en la que se busca estar contentos con lo que tenemos y celebrar los éxitos de los demás. Como dice San Pablo: grande ganancia es piedad con contentamiento.

Por lo tanto, leer el Decálogo es un tanto parecido a recibir los consejos del médico o ver avisos de los productos dañinos a la salud: Los mandamientos nos describen el bien que debemos hacer y nos avisan el peligro del mal que debemos evitar. En vista de eso, durante siglos era obligatorio colocar los Diez Mandamientos en un sitio prominente en las iglesias anglicanas o episcopales, para ser visibles a la congregación que los leía todos los domingos y días santos y en cada celebración de la Santa Comunión. Así, la iglesia ponía en práctica este principio de la enseñanza: Los mandamientos del Señor son rectos, que alegran el corazón; el precepto del Señor es claro, que alumbra los ojos.

Otro aspecto escandaloso de la enseñanza cristiana sobre los mandamientos es que no son decretos caprichosos o pasajeros, sino principios fundamentales y eternos de la justicia que el Señor mismo sigue y cumple.

Es cierto que las leyes pueden cambiar. De hecho, se sabe que a través del récord bíblico -que abarca siglos y continentes distintos y circunstancias muy diversas- se van cambiando muchas de las leyes de Israel; sin embargo, los principios del Decálogo nunca cambian. Cada vez que hay avivamiento espiritual en el pueblo de Israel va acompañado por volver a los principios de la justicia que se exponen en los Diez Mandamientos. El mejor ejemplo de ese fenómeno es cuando Jesús enseñó sobre el mandamiento más importante: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y amarás a tu prójimo como a ti mismo. Para explicar lo que quiere Dios, Cristo se refirió a las dos tablas del Decálogo: nuestro deber a Dios y nuestro deber a los demás.

Quizás el aspecto más chocante sobre los mandamientos del Señor sea que sus principios no sólo se aplican a nosotros, sino también al mismo Dios. Dios vive según la misma justicia que nos quiere enseñar en el Decálogo. La prueba se encuentra en la vida de su Hijo Jesucristo que vino para rescatarnos del castigo merecido por nuestros pecados como resultado de desviarnos del verdadero camino de la libertad.

Durante su vida terrenal, Cristo se sometió a la ley de Dios completamente y vivió de acuerdo de la justicia divina. Incluso los relatos del nacimiento de Jesús enfatizan que el Señor cumplió todas las ordenanzas de ley desde que nació. También hablan del amor de Jesús por la “casa de su Padre”. En parte, eso explica su ira en el Templo en Jerusalén; el celo por la casa de Dios lo motivó a limpiarla de todo lo que se había distorsionado por la avaricia y el pecado humano y para cumplir la justicia.

En la Cruz, Jesús llevó su dedicación a la rectitud a su máxima expresión. Se entregó al castigo del pecado, siendo inocente, para cumplir con la justicia divina. Mostrando su bondad, el Legislador se sometió a su legislación en nombre de una humanidad incapaz de hacerlo por su propia fuerza. El Amo sufrió el castigo del esclavo para darle libertad sin violar los eternos preceptos de la justicia. Dios también vive la justicia que desea de nosotros sus hijos.

Para algunas personas el mensaje de una ley que enseña la libertad y de un Salvador divino que se somete al castigo en nombre de la humanidad para cumplir con las exigencias de la justicia parece una tontería escandalosa, pero para nosotros, los creyentes, este mensaje es el poder de Dios para salvar a los que somos incapaces de ayudarnos sin su ayuda y compasión.

El Rvdo. Dr. Jack Lynch es un sacerdote de la Diócesis Episcopal de Rhode Island y Cura Párroco de la Iglesia Episcopal San Jorge en Central Falls, RI.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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