Sermones que Iluminan

Cuaresma 4 (A) – 2014

March 30, 2014


Continuamos nuestro camino cuaresmal, examinando nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios y preparándonos bajo su guía para lograr una vivencia profunda de ese gran misterio de la Pascua de Jesús, su pasión, muerte y resurrección. Este mismo camino nos está recordando también que, como bautizados, necesitamos continuamente hacer conciencia de nuestro compromiso, de nuestro pacto bautismal mediante el cual hemos optado por seguir a Jesús con todo lo que ello implica.

El mensaje del domingo pasado estuvo centrado en el tema del agua, elemento vital y necesario para subsistir, el cual adquiere en la Sagrada Escritura un valor simbólico para indicar que así como necesitamos el agua para vivir, también necesitamos conocer más y más a Jesús y su Palabra para poder tener esa vida en él. Decíamos que al tiempo que buscamos conocer más a Jesús para poder sentirlo y vivirlo como verdadera fuente de agua que calma nuestra sed, también es necesario dejarnos conocer por él.

Este domingo, la liturgia nos presenta el tema de la luz como ese elemento indispensable para poder ver con claridad las diferencias que existen entre aquello que es conveniente para nosotros y lo que definitivamente no nos conviene. De entrada, una frase de la primera lectura nos tiene que hacer pensar hoy: “…Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón” (1Samuel 16:7). Una de las grandes causas de tantos fracasos en nuestra vida personal, familiar, laboral, eclesial, es precisamente esa tendencia tan marcada que tenemos los seres humanos: dejarnos llevar por las apariencias; creemos estar seguros de algo o de alguien simplemente porque esto o aquello se ha hecho así siempre o porque está mandado así.

Hoy el Señor nos invita para que caigamos en la cuenta de que cuando nos dejamos llevar por las apariencias, el fracaso o la aridez en nuestros empeños es casi seguro; no avanzamos, creemos avanzar, pero estamos dando vueltas en el mismo punto.

Si, en efecto, Samuel se hubiera dejado llevar por las apariencias, hubiera ungido como rey al primero de los muchachos que Jesé le presentó; sin embargo, Samuel es sabiamente conducido por Dios para que más allá del porte físico y de lo atractivo de los hijos mayores de Jesé, continuara escrutando hasta dar con el más pequeño, el que no contaba mucho para la familia, el que a duras penas podía servir para cuidar ovejas.

Cuántas veces, cuando hemos tenido que elegir a alguien en todas las circunstancias de la vida, social, política, religiosa, nos hemos dejado llevar precisamente por la apariencia, y ¿qué obtenemos de esas elecciones equivocadas? Fracasos. Primera cosa que hoy tenemos que reconocer delante del Señor: muchas veces nos dejamos llevar por las apariencias, nos da miedo ir más allá, apostar por lo que nadie o por el que nadie apuesta; por eso debemos pedir siempre al Señor luz, mucha luz para aprender a ver más allá de esas apariencias.

Y en consonancia con el tema de la luz, escuchamos el relato que nos narra san Juan en el capítulo nueve sobre la curación de un ciego de nacimiento. Ante ese ciego, hay dos posiciones distintas, la de los discípulos que, llevados precisamente por la apariencia y por la tradición religiosa con respecto a una enfermedad o un mal físico, lo único que se les ocurre es preguntar a Jesús: “Maestro, ¿quién pecó para que naciera ciego? ¿Él o sus padres?” Ninguno de los discípulos se conmueve por la situación del ciego; casi que con curiosidad morbosa lanzan a Jesús esa pregunta; pero, ¿para qué? Cuando nos dejamos llevar por las apariencias, la finalidad no importa, no nos conduce a nada.

Y en contraposición, está la acción de Jesús. Su respuesta, si la vemos desde las apariencias, desde lo que está dicho y establecido, es una “herejía” o si se prefiere, un acto de rebeldía contra lo dicho, enseñado y establecido por el judaísmo tradicional. Era incontestable que el que padecía una enfermedad era porque en algo había ofendido a Dios, había pecado contra Dios. Muchos hasta creían que la gravedad de algún pecado hacía que Dios cobrara venganza enviando una enfermedad incluso a los hijos del pecador. Jesús, consecuente con su opción de vida, no cae en el juego de ponerse a elucubrar quién pecó para que este hombre tuviera que padecer el castigo de la ceguera; tajantemente declara “ni él pecó ni sus padres”. Y de una vez actúa; no espera que el ciego confiese sus pecados, tampoco espera que el ciego le implore piedad y compasión. Sin mediar palabra, “escupió en el suelo, hizo barro con la saliva, se lo puso en los ojos” (v.6), el resto, ya lo escuchamos, el ciego fue a lavarse a la piscina, como Jesús le había dicho, y recobró la vista.

No podemos dejar de relacionar esta escena de Jesús donde a partir del barro genera vida nueva, con la del Creador formando la vida a partir también del barro, que nos narra el libro del Génesis (Génesis 2:7). Es quizás la manera como Juan nos recuerda que Jesús es la vida y, por tanto, donde está Jesús no puede haber muerte; si la vida está amenazada, Jesús la re-construye; si Jesús es la Luz, a su alrededor no puede haber oscuridad; si Jesús es la Palabra del Padre, cuando Jesús habla o enseña, las demás enseñanzas o creencias religiosas caen por tierra porque muchas de esas enseñanzas, creencias o tradiciones, no corresponden realmente al plan de vida de Dios. Ese es el trasfondo de toda la discusión y el revuelo que causa entre los legalistas paisanos de Jesús la recuperación del ciego.

La intencionalidad de Juan al narrar este relato, no es tanto demostrar los “super poderes” de Jesús. Todo el Evangelio de Juan -debimos decirlo desde el segundo domingo de cuaresma cuando leímos el pasaje de Jesús y Nicodemo- va a tratar de dar respuesta a esta única pregunta: ¿qué hacer para que el ser humano logre su realización, su felicidad y su vida plenas? Frente a las diferentes respuestas que se daban en su tiempo: la del judaísmo con la preeminencia de la Ley, la de las religiones greco-romanas con la celebración de los misterios relacionados con la gnosis, Juan propone la fe en Jesús, hombre y Dios, como el único que es capaz de re-crear a fondo al ser humano, haciéndolo así plenamente feliz (De la Torre, 2007:13).

Y en torno a esta idea, el evangelista va mostrando cómo Jesús realiza esa misión a partir de varias tareas. La de hoy, la sanación del ciego de nacimiento, podríamos denominarla: “la facilitación al ser humano de una conciencia iluminada que genere fe crítica, autónoma y constructiva”.

Aprovechando el tiempo que estamos viviendo de preparación para vivir el misterio pascual de Jesús, pongamos en sus manos nuestra vida. Decimos que vemos, pero analizando lo que somos, también hemos de confesar que somos más que ciegos; hemos sido también torpes, tercos de corazón y autosuficientes. Dejemos que él realice en nosotros esa tarea recreadora; que nos muestre el auténtico camino que nos conduce a una vida plena y feliz. Roguemos para que nos de la fuerza necesaria para romper con ese modo empecinado como entendemos nuestra relación con nuestros semejantes y con Dios; que no nos resistamos más a aceptar la Luz que él y sólo él puede ofrecernos. No actuemos como los fariseos y enemigos del reino anunciado y vivido por Jesús, ellos se creían poseedores de la verdad, creían ser luz, pero en realidad andaban en tinieblas, tinieblas que rechazaron la luz.

Hagamos de esta experiencia cuaresmal y en particular de nuestro encuentro dominical, un auténtico encuentro con Jesús que nos acoge para recrearnos, para revelar en cada uno de nosotros la gloria del Padre.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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