Sermones que Iluminan

Día de Pascua (A) – 2014

April 20, 2014


La Pascua de resurrección que hoy celebramos es la más grande de todas las fiestas del año litúrgico, porque en ella se recuerda y se vive lo que es fundamento de nuestra fe: la Resurrección gloriosa de Cristo.

Hemos dejado atrás la vida terrena de Jesús, con sus alegrías y sus tristezas, sus luces y sus sombras. Ha quedado atrás el dolor de su muerte la extrañeza de la naturaleza por aquel terrible acontecimiento que consiguió rasgar el velo del templo y oscurecer el sol, como señal directa de la injusticia del Calvario, injustica que, lamentablemente, seguirá ocurriendo en la tierra aun cuando haya infinitas distancias entre los protagonistas.

La semana de pasión, la semana santa, nos ha conducido a revivir el recuerdo de la pasión y muerte del Señor y hoy esa semana se cierra con el anuncio gozoso que ha venido a ser la más grande noticia de todos los tiempos: “Cristo ha resucitado”.

La Pascua hebrea, la fiesta simbólica que recordaba “el paso del Señor” y la salida del pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto era la fiesta de la liberación del pueblo de Dios. La Pascua cristiana, es decir, la Pascua de resurrección de la cual la Pascua judía era figura, es con mayor razón, la fiesta de la liberación de toda la humanidad, liberación del pecado y de todas las esclavitudes que el pecado produce.

La narración del evangelio de Juan es la narración de un testigo fiel. Es Juan el mismo discípulo que recibe con Pedro el primer aviso de la Magdalena de que el sepulcro de Cristo está vacío. Y el mismo que, con Pedro a la cabeza, lo comprueba y da el testimonio que hoy leemos en el evangelio.

Después de comprobar la realidad del sepulcro vacío, de ver las vendas y el sudario que habían envuelto el cuerpo de Cristo, su fe se fortalece y comienzan de verdad a creer, así lo expresa el evangelista: “Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura, que él había de resucitar de  entre los muertos” (Juan 20:9).

Pedro también, tal como lo leemos en los Hechos de los Apóstoles, es un testigo fiel de la resurrección de Jesús. Así lo proclama: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Después lo mataron, colgándolo en una cruz. Pero Dios lo resucitó al tercer día, e hizo que se nos apareciera a nosotros” (Hechos 10:39-40).

En la segunda lectura, san Pablo, testigo de los efectos de la gracia en sí mismo y en la comunidad cristiana de aquellos días, es también un proclamador entusiasta de la verdad de esa misma resurrección, sin la cual hoy no existiría la Iglesia. Así lo expresa: “Ya que han resucitado con Cristo, busquen los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspiren a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Colosenses 3: 1-2).

Como cristianos, necesitamos en todos los tiempos, vivir en profundidad esta experiencia de la resurrección de Jesús porque solo desde ahí puede brotar la fe capaz de transformar la vida y el mundo.

Buscar las cosas de lo alto es poner orden en la vida, es reconducir enérgicamente nuestra escala de valores. Es una tarea bastante difícil, porque a todos nos gustan muchísimo las cosas de la tierra y corremos tras ellas.

A todos nos interesa el prestigio social, el poder, el lujo y como resumen general el dinero, que propicia todo lo demás. Nuestra inclinación natural es buscar las cosas de la tierra, hasta con afán e incluso con sacrificio que hacemos gustosamente porque nada nos parece excesivo si, al final, conseguimos esas cosas que nos producen una satisfacción inmediata, no siempre duradera, pero sí, con frecuencia, muy envidiada.

Hoy es el día del cambio, el de cambiar las cosas de la tierra por las del cielo. El día en el que hay que desear los dones de lo alto, pero conseguirlos aquí y ahora, porque esa es la promesa a la que nos debemos como cristianos que somos.

Nuestra misión específica como cristianos consiste en ser testigos de la resurrección. De aquí se origina el núcleo de nuestra fe. San Pablo nos refresca la memoria: “Si Cristo no ha resucitado nuestra fe es vana” (1Corintios 15:17). Si Cristo no ha resucitado estamos perdiendo el tiempo y somos los más desdichados de este mundo.

Parece ser que, tras la muerte de Jesús, los apóstoles volvieron a Galilea, cada uno a lo suyo, pensando que todo había terminado. Fue la Pascua la que les hizo darse cuenta de lo que había sucedido, les llevó a dar un giro completo a su vida y les movió a ponerse en marcha, a anunciar la buena noticia.

La experiencia de la resurrección, como el camino de la fe, es diverso, aunque todos coincidan al final: Dios ha resucitado a Jesús y lo ha constituido Señor de todo y de todos. Ellos lo han visto y de ellos son testigos. Esta constituye la experiencia central de la fe. Cristo ha resucitado y se ha aparecido a los suyos.

Toda la comunidad primera de los cristianos se reunió alrededor de los testigos de la resurrección para prolongar en el mundo y en el tiempo el hecho fundamental que sirve de apoyo inconmovible a nuestra fe.

La Pascua de resurrección nos motiva a vivir en profunda y verdadera alegría. No tenemos razón, bajo ninguna circunstancia, para estar tristes. La resurrección de Cristo es la garantía de nuestra propia resurrección. Si vivimos la vida en gracia, resucitaremos con él para nunca más morir. Así lo afirma Pablo: “Cristo resucitado ya no muere más” (Romanos 6:9).

Nuestra actitud como auténticos cristianos es esperar y confiar, porque Cristo va delante de nosotros. Con él, con su ejemplo y liderato espiritual, aseguraremos la victoria contra el mal en todas sus formas y construiremos en el mundo el reino de Dios, que es ante todo gozo y paz en el espíritu.

Hoy es un día de alegría y gozo. Un día de contemplación y profunda reflexión por la forma en que Jesús se entregó incondicionalmente para liberarnos. Su encarnación, es una invitación a que conozcamos el rostro de Dios, un Dios Padre que hoy ha resucitado a su Hijo, como promesa y anticipo de nuestra resurrección.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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