Sermones que Iluminan

Domingo de Ramos (A) – 2008

March 16, 2008


Dos elementos dignos de mención encontramos en este episodio de la vida terrena del Maestro de Galilea: la ingratitud humana y la soledad del Hijo de Dios.

Días antes a su condena, el Señor había alimentado a cinco mil personas con cinco panes y dos peces, a orillas del mar de Tiberios. Hace unas horas se habían oído gritos de “hosannas”, “hosanna al Hijo de David”, “al Rey de Israel”, “al que viene en nombre del Señor”. Después de esto observaremos un cambio inexplicable en una multitud que hasta el presente le había profesado amor. Ahora piden, a gritos, su muerte. Se trata de la ingratitud humana.

Presintiendo toda la amargura, Jesús “llora”. Se siente muy “triste y angustiado”. Tristeza que se vuelve tan intensa que, en un momento intenso de oración, “sudó como gotas de sangre”. Y demostrando su debilidad humana le ruega al padre, “Padre, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, que se cumpla tu voluntad” (Mt 26, 42).

La muestra de obediencia a la voluntad del Padre fue más fuerte que sus temores y dudas. Su ejemplo de sumisión a la voluntad divina sigue siendo el ideal, del género humano.

La soledad se vislumbra en forma de cobardía, cuando Pedro le niega, para poder sobrevivir, aunque horas antes juró no hacerlo. Tal vez se hayan dado circunstancias en nuestras vidas en que hemos experimentado el miedo de Pedro y hemos negado a Jesús. Cuando callamos frente a las injusticias; cuando alguien cuestiona nuestra fe, y creencia en el Señor, y contestamos con evasivas, o negando lo que somos, estamos negando en público a ese Cristo que murió por nosotros.

Su soledad se acrecentó más cuando la justicia humana, dividida entre la religiosa, y la civil, le denegó los derechos más elementales que establecía la misma ley judía. Su soledad alcanza el nivel más elevado, cuando enclavado en la cruz, la ingratitud humana, de nuevo, se presenta con este grito tan cruel: “Salvó a otros pero a sí mismo no puede salvarse”.

Pero no sólo de los seres humanos sintió Jesús el abandono, sino también de su Padre. En medio del drama de la agonía, lanza un grito que desgarra la tarde: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?” ¿Es posible que Dios, en medio del momento más crucial, abandonara a su Hijo? ¡No!

El abandono que experimenta Jesús es aparente y sicológico. El niño que se encuentra sólo y perdido no sabe que la madre está observando desde lejos. En misterio indescifrable para nosotros, Dios padre permitió la soledad estremecedora de Jesús. Pero luego vendría la gloria insuperable de la resurrección. Gloria de la que todos los seguidores de Jesús participaremos algún día.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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