Sermones que Iluminan

Domingo de Ramos (A) – 2020

April 05, 2020

Hoy aclamamos a Jesús, quien fue recibido como Mesías, como el Ungido de Dios, por una multitud en Jerusalén que coreaba: “¡Hosana al Hijo del rey David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!”. Lo alegre, triunfal y glorioso de este acontecimiento del Domingo de Palmas fue trastocado rápida y violentamente por el dolor e injusticia de la condena, pasión y muerte de Jesús en la cruz, cuya memoria y contemplación recordamos durante la Semana Santa que hoy iniciamos.

Las lecturas del libro del profeta Isaías y del Salterio nos recuerdan también el dolor, las injurias y fatigas que rodearon la vida del profeta y del salmista. Asimismo, la carta del Apóstol Pablo invita a los discípulos y discípulas de Filipo, a vivir y sobrellevar las injusticias y tribulaciones a la manera de Cristo, quien fue rebajado y humillado hasta la muerte en la cruz, tal como nos lo muestra el Evangelio de Mateo. De manera que, para seguir a Cristo, aún en las tribulaciones de nuestras vidas, necesitamos comprender el significado de su muerte en la cruz.

En la tradición cristiana la cruz expresa una paradoja, algo contradictorio e ilógico: a la vez que dolor, maldición y muerte, ella simboliza esperanza, salvación y vida. La cruz pasó de ser un despiadado instrumento de muerte –como la guillotina, la silla eléctrica o la horca para los condenados como criminales, malditos de Dios y blasfemos-, a ser considerada un signo de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, lo que fue definido por el Apóstol Pablo como la “locura de la cruz”. Posteriormente, cuando el cristianismo se convirtió en una religión de poder, la cruz pasó a adornar tronos e imperios, llegó a simbolizar el sacrificio de otras culturas y creencias, y generó al interior del cristianismo una tradición de “dolorismo” y flagelación.

Dada la fuerza de esa tradición sacrificial, cuando hoy nos preguntamos de qué forma nos ha salvado Cristo, la respuesta más frecuente es: “A través de su sufrimiento y su bendita muerte en la santa cruz”. Y si bien la pasión de Cristo es el momento culminante de su vida, debemos comprenderla en el conjunto de toda su existencia, desde su encarnación, sus signos y palabras, su mensaje, su encuentro y opción por los más pequeñitos del Reino, hasta su muerte y resurrección. En este sentido nuestra salvación y vida eterna nos es dada más por su amor que por su sufrimiento. En otras palabras, su sufrimiento es reflejo de su infinito amor.

El evangelista Mateo nos dice que Jesús fue condenado a morir en la cruz por considerársele tanto un falso profeta, un blasfemo a los ojos del Sanedrín, como un rebelde político para las autoridades del Imperio. En efecto, los actos y el mensaje de Jesús constituían una amenaza para el legalismo del Sanedrín y para el poder romano. Esto significa que la causa real de su persecución y condena fue su mensaje de amor, justicia y misericordia del Padre; mensajes coherentes con el de un Reino que contrastaba con el implantado por las autoridades judías y romanas. La muerte cruenta, lenta y dolorosa era aplicada casi exclusivamente a esclavos y rebeldes, y se consideraba una pena cruel y despreciable que tenía como objeto no solo el sufrimiento de la víctima, sino el escarmiento de sus seguidores y espectadores.

Al dolor físico se añade, en el caso de Jesús, la sensación profunda del abandono del Padre, que encuentra su expresión más elocuente en el grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Este grito es el que imprime su sello a todo el relato de la Pasión de Jesús, del mismo modo que nos continúa interpelando hoy como creyentes. ¿Cómo entender y mantener la fe en el Dios revelado en Jesucristo cuando experimentamos un sufrimiento cada vez mayor, que se manifiesta en pandemias, catástrofes, injusticia social, maldad? ¿Cómo recuperar hoy el sentido de la pasión en la cruz de nuestro Señor como símbolo de esperanza? ¿Cómo ser configurados hoy a su perspectiva de la cruz?

El salmista, quien también vive en angustia y cuya vida se va gastando de dolor, nos permite interpretar el sentido del grito del crucificado. Se trata de una súplica, un lamento y una expresión de dolor que, sin embargo, culmina en una oración de esperanza en Dios: “Pero yo, Señor, confío en ti; yo he dicho: «¡Tú eres mi Dios!» Mi vida está en tus manos; ¡líbrame de mis enemigos, que me persiguen! Mira con bondad a este siervo tuyo, y sálvame, por tu amor.”

En medio del dolor y la tribulación, Jesús no manifiesta frustración ni desesperanza pues confía en su Padre. Lo que él pide no es la compasión de Dios por su persona sino la manifestación de la justicia Divina. El Dios Padre de Jesús es aquel que lejos de esconder su rostro, revela su justicia, se solidariza y sufre con el sufriente. En medio del dolor y la angustia ante su inminente muerte, Jesús siente que Dios es el Señor de la historia que le dará la victoria por la resurrección a una nueva vida. Éste es el mismo Padre que participa del sufrimiento de sus hijos por la encarnación y humanización plenas; el Dios cuya justicia será finalmente revelada.

No se trata pues, de un grito de desesperación sino de una oración de intercesión que, segura de ser escuchada, espera la manifestación de la justicia del Reino. La cruz hoy, para los pueblos y naciones que sufren enfermedades, desplazamiento, injusticias y pobreza, continúa evocando en nosotros locura, paradoja, provocación, dolor, memoria de crucificados; pero igualmente, la cruz del Siervo doliente desemboca en un fuerte clamor de esperanza en la respuesta solidaria y amorosa de Dios a la condición humana.

Renovemos, en esta Semana Mayor, la memoria y el sentido suscitados por la cruz, que se explicitan en la fe y el culto de las comunidades cristianas, en la mirada y actitud orantes, en la piedad y la esperanza de salvación más allá del dolor y la finitud humana. Oremos con el pastor y mártir Dietrich Bonhoeffer, crucificado como Jesús en los campos de concentración nazi: “Oh Dios, ayúdame a orar y a concentrar mis pensamientos en ti; no lo puedo a solas. Reina en mí la oscuridad, pero en ti está la luz: estoy solo, pero tú no me abandonas; estoy desalentado, pero en ti está la ayuda: estoy intranquilo, pero en ti está la paz; la amargura me domina, pero en ti está la paciencia; no comprendo tus caminos, pero tú sabes el camino para mí. Amén.”

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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