Sermones que Iluminan

Epifanía 2 (C) – 2013

January 20, 2013


Normalmente el texto del evangelio suele ser la base y fundamento de la predicación dominical.  Y el evangelio de hoy no solamente nos presenta una historia con la cual todos los que participamos en la vida de la Iglesia estamos bien familiarizados, la boda de Caná en Galilea, sino que también nos ofrece materia sobre la cual predicar y reflexionar.

Además, la escena que el evangelio nos presenta es tan compleja y al mismo tiempo tan simple que de vez en cuando se escuchan hasta chistes acerca de lo que sucedió después del milagro con la abundancia del vino sobrante, gracias a la generosidad de Jesucristo.  Y ¿quién entre nosotros no ha, con un poco de chispa y envidia, envidiado los poderes de Jesucristo como el que él exhibe hoy en el evangelio?  ¡Si pudiéramos imitarlo de tal manera!

Pero hoy vamos a orientar nuestra predicación no desde el evangelio sino desde  la segunda lectura tomada de la Primera Carta de san Pablo a los Corintios, capítulo 12, del primero al undécimo versículo. Sin embargo, mantendremos el evangelio como trasfondo. Permítanme recordarles lo que acaban de escuchar en esa lectura:

“Hermanas y hermanos, no quiero que ignoren lo relacionado con los dones espirituales. Ustedes saben que, cuando no eran creyentes, eran arrastrados hacia los ídolos mudos.  Por tanto, quiero que sepan que nadie que hable por el Espíritu de Dios puede maldecir a Jesús; y que nadie puede llamar ‘Señor’ a Jesús, si no es por el Espíritu Santo. Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Hay diversidad de actividades, pero Dios, que hace todo en todos, es el mismo. Pero la manifestación del Espíritu le es dada a cada uno para provecho.  A uno el Espíritu le da palabra de sabiduría; a otro, el mismo Espíritu le da palabra de ciencia; a otro, el mismo Espíritu le da fe; y a otro, dones de sanidades;  a otro más, el don de hacer milagros; a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, el don de diversos géneros de lenguas; y a otro, el don de interpretar lenguas; pero todo esto lo hace uno y el mismo Espíritu, que reparte a cada uno en particular, según su voluntad”.

De esa manera se dirige Pablo a la comunidad cristiana que estableció en Corinto porque había escuchado que entre ellos se daba la envidia y el orgullo y que algunos de ellos se aprovechaban de los dones que tenían y que ejercían para hacer creer a otros que sin esos dones eran inferiores.

Con ese comportamiento estaban estableciendo un sistema que era contrario a todo lo que Jesucristo había enseñado. Pues él mismo obró el portento en Caná de Galilea no para que otros pensaran que él era mejor y más poderoso que nadie sino para responder con humildad a una situación que podía ser abochornante para los novios y sus familiares.

En otras palabras, Jesucristo obró un milagro no porque quería mostrar su poder sino porque quería servir y responder a una necesidad apremiante. El evangelio concluye diciéndonos que “este primer milagro hizo Jesús en Caná de Galilea y manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él”.  La gloria que Jesús manifiesta no es por su gran poder milagroso sino por la manera en que responde a una tan común necesidad humana. Tuvo compasión de una familia, y les ofreció ayuda. Alguien carecía de algo y Jesucristo lo suministró.

Desafortunadamente en muchas congregaciones existe esa competición y falso sentido de orgullo que hace creer a algunas personas que son más importantes que sus hermanos o hermanas porque tienen cierto poder, cierto don o cierta posición clave en la congregación.  Y aunque no lo hacen con mala intención, pues toman muy en serio y con mucho compromiso el ministerio, sí pueden dar a otros la impresión de que solo ellos son capaces de servir en las varias posiciones que las congregaciones ofrecen a todos los miembros de la iglesia.

Sin embargo, no debe ser así, ya que el único requisito para poder ejercer cualquier ministerio en la iglesia es el bautismo. Pongan atención a lo siguiente: la enseñanza del milagro del evangelio de hoy no es que Cristo sea capaz de convertir el agua en vino sino que el agua [por el Espíritu Santo] es capaz de cambiarnos. Este es un evangelio que nos habla de la importancia del bautismo mucho más que del poder de Cristo.

En el rito del bautismo, la oración que el sacerdote recita después de derramar agua sobre el candidato, contiene las siguientes palabras: “Padre celestial, te damos gracias porque por medio del agua y del Espíritu Santo has concedido a este tu siervo el perdón de los pecados y lo has levantado a la nueva vida de gracia. Susténtalo, oh Señor, en tu Santo Espíritu. Dale un corazón para escudriñar y discernir, valor para decidir y perseverar, espíritu para conocerte y amarte, y el don del gozo y admiración ante todas tus obras”. El agua es transformativa y es el agente, con el poder del Espíritu Santo, que nos ayuda a cambiar.

Los corintios eran cristianos bautizados pero no cristianos actualizados. Quizás habían experimentado el rito pero no habían experimentado los cambios que debían de realizarse una vez realizado el rito.

Eran cristianos de nombre, pero no de espíritu porque competían unos contra otros, se envidiaban y codiciaban lo que no habían recibido como un don para ejercerlo y tenían falsas ideas de lo que significaba ser un auténtico cristiano. Por ello, en el capítulo trece de la misma epístola, san Pablo los exhorta y les da la siguiente amonestación:

“Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal resonante, o címbalo retumbante. Y si tuviera el don de profecía, y entendiera todos los misterios, y tuviera todo el conocimiento, y si tuviera toda la fe, de tal manera que trasladara los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y entregara mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.  El amor es paciente y bondadoso; no es envidioso ni jactancioso, no se envanece;  no hace nada impropio; no es egoísta ni se irrita; no es rencoroso;  no se alegra de la injusticia, sino que se une a la alegría de la verdad.  Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.  El amor jamás dejará de existir. En cambio, las profecías se acabarán, las lenguas dejarán de hablarse, y el conocimiento llegará a su fin. Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor. Pero el más importante de todos los dones es el amor” (1Coritntios 13: 1-13).

No debemos olvidar nunca que los dones que hemos recibido a través del poder del Espíritu Santo son para servir a Dios y a su Iglesia. Esos dones son importantes, pero no nos hacen ni más ni menos importante que al hermano o hermana que posea dones diferentes a los nuestros.

La variedad de dones se manifiesta en el contexto de la comunidad entera y en ella los dones son propiamente ejercidos, pero solamente si cado uno que ejerce un don especial o particular también posee y pone en práctica el don más importante de todos los dones que es el amor. El amor es el único don que nos une a todos  como hermanos y hermanas y miembros de un solo Cuerpo.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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