Sermones que Iluminan

Epifanía 6 (A) – 12 de febrero de 2023

February 12, 2023

LCR: Deuteronomio 30:15–20 o Eclesiástico 15:15–20; Salmo 119:1–8; 1 Corintios 3:1–9; San Mateo 5:21–37

Dispongamos nuestra mente y nuestro corazón para que la Palabra que hemos escuchado hoy, penetre hasta lo más profundo de nuestro ser y haga ese trabajo transformador que tiene la Palabra de Dios cuando dejamos que actúe en nosotros. Hagamos el ejercicio de ubicarnos en el lugar y el momento que vive el pueblo que está escuchando las enseñanzas y advertencias de Moisés según hemos escuchado en la primera lectura (del libro del Deuteronomio) y, en segundo momento, trasladémonos al lugar y al momento que está viviendo la multitud que está escuchando las enseñanzas de Jesús. Dos lugares y épocas muy diferentes, pero en el fondo, una sola intención o finalidad: que el creyente viva y actúe en coherencia con el don que ha recibido de ser miembro del pueblo elegido y, a partir de Jesús, el don de su llamado al discipulado.

¿Qué acontece en el pasaje que escuchamos del Deuteronomio? Recordemos que este libro está compuesto por varios discursos de Moisés a través de los cuales intenta preparar al pueblo para su ingreso a la tierra prometida. A lo largo del libro Moisés ha instruido al pueblo para que tengan en cuenta que la conquista y la posesión de la tierra que Dios había prometido a sus antepasados implica para ellos unos compromisos muy precisos: en primerísimo lugar, mantener una estricta fidelidad al Único y verdadero Dios que ha hecho todo cuanto fue necesario para otorgarles de nuevo esa libertad que habían perdido bajo el poder de Egipto. Ellos deben ser conscientes de que seguir otros dioses, arrodillarse delante de ellos, implica perder el camino, perder de nuevo ese don precioso de la libertad.

En segundo lugar, la fidelidad al Único Dios se tiene que traducir en hechos muy concretos: la tierra que van a poseer, la tienen que conservar, defender y administrar con verdadero sentido comunitario. Y, en tercer lugar, las relaciones entre todos tienen que estar marcadas por la solidaridad, la igualdad y la fraternidad. Éste es el verdadero y auténtico sentido vocacional de Israel como pueblo. Ellos no fueron liberados de la esclavitud simplemente porque a Dios le dio lástima verlos en ese estado; ellos fueron llamados a la libertad para que se comprometieran a ser “sacramento” de libertad entre los demás pueblos; es decir, ellos tenían el deber de mostrar en su organización y en su vida, cuál es la diferencia entre unos pueblos esclavizados, siguiendo otras divinidades y obedeciendo mandatos humanos, y un pueblo que ha decidido seguir el camino del bien, la libertad y la lucha por mantener la igualdad, la solidaridad y la fraternidad. En el momento en que se falle a esta vocación, las consecuencias son obvias: esclavitud, injusticias, muerte; pero no como “castigo” de Dios, sino como consecuencia de una opción equivocada. Las bendiciones, el éxito y la tranquilidad nosotros las atribuimos a Dios, pero el fracaso y todos sus efectos, son exclusivamente el fruto de nuestras decisiones. Miremos entonces la gran sabiduría que esconde este pasaje del Deuteronomio que hemos escuchado hoy. Pensemos en esa vocación que hemos recibido también nosotros y preguntémonos qué tanta fidelidad hemos guardado a esa vocación.

El otro lugar y momento, en el que nos ubican las lecturas de hoy, es el llamado “sermón del monte”. Según el evangelista Mateo, Jesús subió a un monte y, desde allí, hace lo mismo que hizo Moisés: instruir a sus seguidores ya no sobre lo que deben hacer y no en la tierra prometida, sino el estilo de vida que debe asumir todo aquel que decida ser su discípulo en todo momento, lugar y circunstancia de su vida. De ese sermón o instrucción general de Jesús, que va desde el capítulo 5 al 7 de Mateo, hoy escuchamos varias instrucciones muy importantes que tienen que ver con el distintivo especial que debe tener el seguidor de Jesús. De una vez tengamos presente que si Moisés, a través de la Ley, instruyó al pueblo para la conquista y la posesión de la tierra de la libertad en donde tenía que centrar todos sus afanes en la construcción de un nuevo modelo de ser humano y de pueblo, diferente al modelo generado por el opresión de Egipto, Jesús instruye a sus discípulos para la conquista del mundo a través de una manera nueva de ver esa misma ley mosaica y de aceptar que sólo por este medio se puede lograr un modelo nuevo de ser humano y de sociedad que camina según el querer de Dios.

Podemos afirmar que, a través de estas enseñanzas, Jesús expone su postura frente a la Ley, la Torá. Primero, en términos genéricos, incluyendo toda la Escritura en la consabida fórmula «ley y profetas»; después, en una serie de seis contraposiciones agudamente perfiladas, encabezadas por las famosas antítesis de Mateo: “han oído que se dijo… pero yo les digo”. Jesús habla con una autoridad que está por encima de la legislación antigua.

En otras palabras, Jesús reconduce los mandamientos a su raíz y a su objetivo último: el servicio a la vida, la justicia, el amor, la verdad. No opone a la Ley antigua una nueva ley, sino que la transforma y la lleva hacia una radicalidad sin precedentes, rompiendo todos los moldes y criterios que han dado origen a cualquier legislación humana. En el centro de esta parte del sermón del monte está el respeto sagrado a la persona y la denuncia contra todo aquello que, aun camuflado de artificio legal, atente contra la dignidad del hombre y de la mujer.

Con esta nueva manera de exponer lo que está contenido en la ley más antigua de los judíos, Jesús inaugura entonces una nueva era, una nueva alianza. Si la alianza antigua decía “ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios”, Jesús hoy nos dice “ustedes serán mis discípulos y yo seré su maestro”. En este proceso cada uno de nosotros debemos estar siempre atentos para revisar nuestra fidelidad a ese nuevo pacto: ¿seguimos convencidos de que “cumpliendo” algunos preceptos, especialmente aquellos que más nos convengan, estamos de verdad en el camino de seguimiento a Jesús? Pues no. Eso no nos hace efectivamente discípulos. Lo único que nos hace discípulos es la firme convicción de que, más allá de un precepto, lo que yo tengo que hacer es llevar a la vida cotidiana cada una de esas instrucciones de Jesús, convertirlas en auténtico modelo de vida, orientarlas a la construcción de ese nuevo modelo de hombre y mujer que tiene que nacer de la relación íntima y estrecha con Jesús.

En manos nuestras está entonces la posibilidad de dejar a la siguiente generación un camino que recorra sin temor, sin dudas, sin incertidumbres. Como se dijo al inicio de esta prédica, dejemos que estas palabras que nos dirige hoy el Señor penetren hasta lo más profundo de nuestro ser. Renunciemos sin miedo a todo aquello que tengamos que renunciar para que sólo quede espacio para ese Ser que quiere guiarnos a “fuentes tranquilas”. Amén.

El Rvdo. Gonzalo Rendón es clérigo de la Iglesia Episcopal de Colombia y es docente universitario. Presta sus servicios en la Parroquia San Lucas en Medellín, y es Rector y profesor del Centro de Estudios Teológicos (CET) de la Diócesis de Colombia.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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