Sermones que Iluminan

Fiesta del Santo Nombre – 2010

January 02, 2010


Una vez durante la guerra de independencia de Estados Unidos un grupo de soldados sudaba para reconstruir de prisa una barricada mientras el sargento, sin hacer nada, les gritaba dándoles órdenes de que se apuraran más. De pronto apareció un hombre montado a caballo y preguntó al sargento porqué él no ayudaba. “Porque soy el sargento,” respondió con orgullo. El caballero se desmontó y comenzó a ayudar a los soldados mientras el sargento nada más los miraba. Cuando terminaron la labor, el sargento le preguntó al caballero cómo se llamaba: “George Washington,” le dijo, y añadió: “La próxima vez que necesites ayuda pídesela a tu comandante en jefe”. El sargento casi se desmaya al oír ese nombre.

Tal es el poder de un nombre. A menudo, tal vez sin darnos cuenta, mencionamos los nombres de personas famosas que hemos conocido en algún lugar y lo hacemos como para sentirnos importantes: “¡Fíjate que conocí a Marc Anthony y me dio su autógrafo!” o “¡Fíjate que me tomé una foto con el Alcalde Bloomberg!” La realidad es que los personajes famosos se toman fotos y firman autógrafos con miles de personas y lo más probable es que ni se acuerden de uno. En la antigüedad el nombre de alguien era algo sumamente sagrado y casi secreto que no se le revelaba a cualquiera. El patriarca Jacob luchó con un ángel, que representaba a Dios, durante toda una noche para que el ángel le dijera cómo se llamaba. Desde entonces Jacob se llamó Israel, que quiere decir “el que lucha con Dios”.

El novelista Arthur Koestler escribe que en algún lugar remoto del mundo un grupo de monjes trabaja día y noche para averiguar todos los nombres de Dios. Usan computadoras poderosísimas. Según cuenta el novelista, cuando los monjes averigüen todos los nombres de Dios, el universo se disolverá en la nada y será el fin de la historia. Por supuesto, eso es una ficción. Pero nosotros, los cristianos, somos privilegiados porque ya se nos ha revelado el verdadero nombre del Dios encarnado y se llama: Jesús. “Después de ocho días se llegó la fecha de circuncidar al niño y le pusieron Jesús, el nombre que le había sido dado por el ángel antes de que fuera concebido en el vientre”.

Jesús es un nombre tan sagrado que en algunos países latinoamericanos no se les pone a los hijos, a menos que vaya precedido por la preposición “de”, por ejemplo: Elmer de Jesús. Jesús, que en hebreo se dice ‘Yeshua’, quiere decir “Dios salva”. Con eso afirmamos que Dios nos está salvando ahora por medio del que lleva el santo nombre Jesús. Él es la respuesta a nuestros deseos y necesidades más profundas. Él es la luz que brilla en las tinieblas, aunque a veces la oscuridad nos parezca muy negra. En la Iglesia Ortodoxa los cristianos repiten el nombre de Jesús continuamente durante todo el día hasta que llegan a sentirse llenos de la paz y del gozo del Espíritu Santo. Esa paz y gozo del Espíritu Santo es lo que nuestro corazón en verdad anhela por medio de Jesucristo.

Nadie lo ha dicho mejor que Pablo en su carta a los Filipenses: “Tengan ustedes el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual siendo en forma de Dios, no estimo ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojo a si mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición humana se humillo a si mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exalto hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2:5-11).

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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