Sermones que Iluminan

Pascua 2 (C) – 2019

April 28, 2019


Durante la Vigilia Pascual escuchamos, del evangelio de Lucas, el testimonio de las mujeres sorprendidas al hallar el Sepulcro vacío. Su primera reacción fue sentir miedo, pero luego recordaron las palabras de Jesús sobre su resurrección y un sentimiento de alegría profunda volvió a sus corazones; contaron todo a los once apóstoles, quienes inicialmente no creyeron, por lo que el mismo Pedro verificó que fuese cierto lo relatado por las mujeres. Ocho días después, nos encontramos con un discípulo que todavía no lograba entender lo que había sucedido. Este discípulo se llama Tomás y sobre su increencia nos habla el evangelio de hoy.

Cuando Jesús se apareció por primera vez a sus discípulos, nos dice el Evangelio de San Juan, un domingo al anochecer, les saludó diciendo: “Paz a ustedes”; seguidamente, les mostró sus manos y el costado como prueba de que era Él mismo, el que había sido crucificado. Sin embargo, todo esto sucedió en ausencia de Tomás, quien posteriormente no creyó cuando los demás discípulos se lo contaron. ¿Por qué no creyó Tomás? Es la pregunta que se nos hace también a nosotros hoy, pues al estar rodeados de tantas dudas e incertidumbres, la actitud de este discípulo encarna una realidad que experimentamos constantemente: solo creemos lo que es susceptible de verificación. Por tanto, el mensaje central en el que se concentra la palabra de Jesucristo es la confianza amorosa y privilegiada de la fe.

No está mal que dudemos pues, es la duda la que ha posibilitado a lo largo de nuestra historia el avance en el conocimiento al buscar respuesta a tantas preguntas que nos hemos hecho, nos hacemos y seguiremos haciendo en todos los ámbitos de nuestra naturaleza. Sin embargo, la duda de Tomás en el evangelio tiene tres posibles sentidos:

  1. Tomás duda de su Señor, de Jesús;
  2. Desconfía de sus hermanos, los discípulos, pues no les cree;
  3. La idea de la resurrección es tan descabellada, tan impactante e increíble a la razón, que no puede creerlo.

Cualquiera de estas tres interpretaciones pudo haber pasado por la cabeza de Tomás en aquel momento, y también pasan por nosotros cuando nos interrogamos acerca de nuestra fe. Somos seres limitados y a cada momento podemos experimentar que tenemos nuestras fallas; sin embargo, también podemos sentir que estamos llamados para algo que está más allá de nuestras barreras, de nuestros espacios y tiempos, porque somos seres que creemos, que tenemos fe, esperanza y amor.

Cuando Jesús nos pide que creamos, no nos está pidiendo algo absurdo. Tomás tenía sus dudas porque la realidad de la resurrección sobrepasaba el entendimiento de lo tangible; lo que podría pasar hoy, pues ni siquiera desde la ciencia podría verificarse. Pero creer en Jesús resucitado no es un proceso basado en la verificación, es un proceso basado en el amor, en la confianza y en la misericordia.

Siguiendo la narración del evangelio, a los ocho días de su Resurrección, Jesús se hizo nuevamente presente en medio de todos cuando estaban reunidos con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Los saludó y se dirigió específicamente a Tomás respondiendo a los requerimientos que él había impuesto para creer: comprobar con sus propios dedos las heridas en sus manos y en su costado. A lo que Tomás exclama: “Señor mío, Dios mío”. Esta confesión de fe sobrepasa todas las dudas que tenía, le abarca totalmente y despeja toda incertidumbre. Jesús concluye: ¡Dichosos los que creen sin haber visto!

He aquí una respuesta dirigida a nosotros. Preguntémonos ¿quiénes son los dichosos? La respuesta es: “somos nosotros, todos los que estamos aquí”, por tanto, este mensaje de confianza y fe llega a nuestro ser, a nuestro corazón, a lo que somos como comunidad eclesial. No podemos olvidar el sentido de comunidad y hermandad. Pensemos que Jesús perfectamente podría haberse presentando solo a Tomás, pero no, no lo hizo. Escogió que estuvieran todos reunidos conmemorando el día de su resurrección. El testimonio del amor se vive junto a los otros, los que viven a nuestro alrededor, desde aquellos que encontramos cada domingo en la Iglesia hasta quienes vemos a diario en casa, en el trabajo o quienes ocasionalmente encontramos en la calle. Dios se hace presente cuando estamos juntos.

Esto lo notamos también en las demás lecturas. En los Hechos de los Apóstoles vemos el testimonio de los discípulos ante el interrogatorio de la Junta suprema de los judíos: la conversión y la misericordia son el mensaje que han extendido por toda la región, estando convencidos que solo a Dios obedecerán y ningún amedrentamiento los doblegará. Seguidamente, en la lectura del libro de la Revelación o Apocalipsis, el mensaje a las siete iglesias que existían en Asia, relata la absoluta confianza en Jesucristo, nuestro Señor, el primero en resucitar, a quien la gloria y el poder pertenecen para siempre; y concluye la lectura con el Alfa y la Omega. ¿Qué es el Alfa y qué es la Omega? Alfa es la primera letra del alfabeto griego y Omega es la última, lo cual significa que Jesús es el principio de todo y a la vez el fin de todo.

Sintámonos hoy llenos de alegría y regocijo porque, aunque muchas veces dudamos como Tomás, también podemos reafirmar nuestra fe como él mismo lo hizo. Somos los dichosos que estamos aquí sin haberlo visto con los ojos físicos, pero que le hemos visto con los ojos del corazón para amarle, seguirle y ser testimonio de su resurrección; somos los dichosos en los que Jesús ha depositado su confianza amorosa y privilegiada de la fe porque, sin duda, cuando Dios está en nuestras vidas, somos cada vez mejores personas y seres humanos más felices; y eso es lo que Él quiere para nosotros, por eso se ha levantado de la muerte venciéndola para siempre, para que participemos con Él en su resurrección.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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