Sermones que Iluminan

Propio 17 (A) – 2020

August 30, 2020


Seguir y anunciar el Evangelio de Jesús, exige de nosotros un gran esfuerzo.

Vivir una vida que dé testimonio en Cristo y su Evangelio de salvación, restauración, justicia, paz y amor, es una experiencia que inevitablemente nos llevará a un choque con los antivalores de la cultura; desde los tiempos más antiguos el mensaje de Dios se enfrenta con los intereses egoístas y con los prototipos de persona que nos propone la sociedad de éxito, poder y riqueza.

El Profeta Jeremías siente la angustia de un mundo que rechaza el mensaje de Dios y persigue a su mensajero por no predicar lo que el oído humano quiere escuchar. El emisario conoce del gran amor y misericordia de Dios, sin embargo, teme perder la vida antes de lograr la conversión de sus destinatarios; ora con la confianza que le produce haber seguido con fidelidad a su Señor, pero se angustia ante la falta de resultados visibles.

Parece ésta la historia de nuestra sociedad moderna; como que el corazón del hombre no cambia tanto ni tan rápido como quisiéramos. Los cristianos comprometidos con el mensaje de salvación al parecer cada vez somos menos; se ridiculiza y persigue a los embajadores de la Buena Noticia como si al mundo no le interesara escuchar sobre el don gratuito de la salvación en Cristo. A veces el mensaje se ve desacreditado por el mal proceder de algunos que lo han aprovechado para su beneficio personal, tergiversándolo, aliándose con el poder y engañando a los hijos de Dios con promesas falsas de prosperidad sin conversión de vida. Lamentablemente son muchas las personas que se alejan de Dios porque descubren que aquellos que les ministraban e invitaban a una vida de santidad y rectitud, sólo estaban llenos de carroña en su interior.

La conversión que predicamos, el amor que proclamamos a viva voz desde los templos y en los hogares de nuestras comunidades, debe ser primero asumido y encarnado por aquél que anuncia y predica, de modo que no seamos piedra de escándalo para ninguno de los pequeños de Dios. Es importante ser más que discurso; es necesario ser verdadero testimonio y, a pesar de las muchas limitaciones con que tenemos que luchar a diario, ser absolutamente transparentes delante de los demás; escondernos detrás de una apariencia de santidad puede traer graves consecuencias en la salvación no sólo personal sino comunitaria. Cuando cubrimos nuestra vida con falsas máscaras de justicia y éstas caen, las consecuencias para la fe de los creyentes suelen ser nefastas.

Este mensaje de salvación que anunciamos, aun desde nuestra condición humana herida por el pecado, tiene el poder para generar una verdadera comunidad de fe que adquiera la capacidad de superar todos los reveces que se ponen frente a ella. Cuando somos transparentes, limpios de corazón, amorosos, honestos los unos con los otros, podemos tener la certeza de que ese amor vencerá todas las dificultades y podremos con toda paciencia y generosidad fortalecer a otros quizá más débiles en la fe. Cuando hemos conocido y aceptado el amor incondicional de Dios por nosotros, un amor que llega hasta el extremo, no podemos actuar de otra forma que no sea de manera compasiva, solidaria, comprensiva y misericordiosa, incluso con aquellos que por estar aún en la oscuridad nos persiguen, nos maltratan o nos insultan.

El apóstol Pablo, en la carta que hoy meditamos, nos reta a la empatía: “Alégrense con los que están alegres y lloren con los que lloran”; a ser uno con los que tienen motivos para dar gracias y celebrar, y también con los que están pasando por momentos de prueba y necesitan fortaleza, a colocarnos en su situación sin presunción, sin creernos salvadores, sabios o mejores, sino con humildad y generosidad.

El llamado es a actuar siempre bien, correctamente, aun con aquellos que nos hacen mal, desprestigian y persiguen, dejando siempre la justicia en manos de Dios que conoce lo más profundo de nuestros corazones, poniendo frente al malvado y como afrenta a su injusticia, el amor y la caridad como nos lo enseña el Apóstol citando el libro de los Proverbios: “si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber; así harás que le arda la cara de vergüenza”; “yo pagaré, dice el Señor”.

Sin duda no es fácil la tarea del amor. No lo fue para el Padre Eterno entregar a su Hijo por nuestra salvación cuando aún estábamos esclavos del pecado y perdidos sin remedio por la rebeldía de la raza humana, como nos lo enseña San Juan.

La Salvación por Cristo está íntimamente ligada al sufrimiento de la Cruz. No fue fácil para los discípulos entender que la gloria pasa por la muerte y la aparente derrota; tampoco la promesa de la resurrección logró en un primer momento sacar a los primeros cristianos de la sensación de fracaso que significaba la Cruz. Pedro, quien acababa de reconoce en Jesús al Mesías Hijo de Dios, es el primero en tratar de impedir el plan cruento de la redención, hasta el punto de que sus actitudes ya no logran identificarse con su confesión de fe, que es la roca sobre la que se edifica la Iglesia, sino que pasa a ser identificado con el enemigo de la redención del género humano, al permitir que su miope visión terrena de los acontecimientos nublara el verdadero significado de lo que estaba por suceder.

Nos pasa todo el tiempo. El miedo al aparente fracaso se apodera de nosotros, los momentos de oscuridad prevalecen sobre la esperanza puesta en la promesa de que Él está a nuestro lado, que nos ama incondicionalmente y que unidos a Él jamás seremos derrotados por más pruebas que tengamos que atravesar; vemos los acontecimientos de nuestra existencia de forma muy borrosa, no discernimos todo lo que debemos y podemos aprender de las dificultades.

No es la primera vez que la humanidad sufre una pandemia, y las anteriores se presentaron en momentos quizá más complejos para la raza humana, teníamos menos tecnología, conocimientos científicos, incluso recursos económicos; sin embargo, los que vivieron en esos momentos históricos y perdieron a sus familiares, amigos y patrimonios siguieron adelante.

Las preguntas hoy son las mismas: ¿Cómo vamos a seguir adelante? Realmente ¿estamos aprendiendo de esta situación? ¿Vamos a ser mejores personas, mejores sociedades, más generosos, más amables? ¿qué de bueno vamos a sacar de esta difícil situación que nos pone a prueba como a la fe de los apóstoles y en particular a la fe de Pedro?

Es necesario tomar la Cruz y seguir porque “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía, la encontrara.” El que cambia su perspectiva personal por la perspectiva de Jesús encuentra una nueva experiencia que vale más que todo en el mundo y que le permite ser transformado y transformar su entorno con la certeza de que Dios no nos dejará porque somos suyos.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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