Sermones que Iluminan

Propio 19 (A) – 2020

September 13, 2020


En el evangelio de Mateo, unos capítulos más adelante, encontramos a un maestro de la ley, queriendo poner una trampa a Jesús, preguntándole: “Maestro ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley?” A lo que Jesús le contestó: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más importante y el primero de los mandamientos. Y el segundo es parecido a éste; dice: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos son la base de la ley y de la enseñanza de los profetas.”

Para la persona piadosa el primer mandamiento es fácil de entender y hasta de poner en práctica: solamente necesitamos, de vez en cuando, que se nos recuerde poner a Dios siempre en su sitio, es decir, por encima de todo y por delante de todo. En esta época de pandemia, cuando tanto necesitamos de su bondad, misericordia y consuelo, nuestros pensamientos y oraciones están enfocados en Él.

Pero el segundo mandamiento es otra cosa: amar a nuestro prójimo, amarlo como a nosotros mismos. Es fácil hacerlo con la gente que amamos, con quienes siempre nos complacen o con quienes inspiran amor y ternura a todo momento. Pero ¿cómo amar a quienes tienen opiniones y costumbres distintas a las nuestras? ¿Y cómo cumplir con este mandamiento cuando se trata de personas que nos maltratan, que nos han hecho daño? Las lecturas de hoy, particularmente la carta de San Pablo a los Romanos y el texto del evangelio, nos brindan algunas respuestas para ayudarnos a cumplir con este segundo mandamiento.

Entre nosotros, los cristianos, hay muchas diferencias, incluso si pertenecemos a la misma denominación, seamos episcopales, católico-romanos, evangélicos o pentecostales; algunos observan la vigilia, es decir, no comen carne los viernes, otros ayunan, y otros más piensan que esas cosas están pasadas de moda; también hay quienes rezan el rosario y quienes miran con desdén esa práctica diciendo que es católica romana y no episcopal. Si de pronto un grupo tan diverso se reúne (lo cual ocurre a veces), las críticas salen a relucir y el sentido de superioridad de quienes creen tener la “verdadera fe” se expresa con burlas a los demás. Esto se parece mucho a lo que ocurría en la iglesia de los romanos a quienes San Pablo se dirigió en el pasaje que hoy escuchamos: aunque todos habían sido bautizados y eran cristianos, había diferentes grupos con costumbres distintas y todos se criticaban, como lo hacemos hoy entre nosotros.

¿Qué dice San Pablo al respecto? Ésta es su respuesta: “Cada uno debe estar convencido de lo que cree. El que guarda cierto día, para honrar al Señor lo guarda. Y el que come de todo, para honrar al Señor lo come, y da gracias a Dios; y el que no come ciertas cosas, para honrar al Señor deja de comerlas, y también da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que, tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos. ¿Por qué, entonces, criticas a tu hermano? ¿O tú, por qué lo desprecias? Todos tendremos que presentarnos delante de Dios, para que él nos juzgue.” En otras palabras, criticar a los demás es faltar el respeto a sus propias creencias y a su forma de servir al único Señor; y cuando no hay respeto no hay amor. Dios nos llama a amarnos y respetarnos unos a otros, como somos, con toda esa diversidad con la que Él nos creó; no podemos esperar que todo el mundo se comporte y sea igual a nosotros. Como dice San Pablo, nosotros no estamos llamados a juzgar, sino a amar. Quien juzga es Dios.

Entonces ¿qué pasa si alguien nos irrespeta, nos hiere, nos ofende? Lo que Jesús nos dice hoy es que debemos perdonar, no una vez, sino setenta veces siete; esto quiere decir cuantas veces seamos ofendidos, continuamente. Así como nuestro Padre celestial nos perdona en todo momento sin importar cuán grande sea nuestro pecado, así nosotros debemos perdonar a quienes nos ofenden.

Ésta es una de las bases de nuestra fe cristiana: sin perdón no hay amor al prójimo, sin perdón no hay proceso de paz. Es verdad que en la medida en que la ofensa es más grave y destructiva para nosotros, más difícil es cumplir con este mandato de nuestro Señor Jesucristo. Pero podemos decir que perdonar ofensas pequeñas no tiene mucho mérito; en cambio, perdonar grandes ofensas nos acerca aún más a lo divino, a Jesucristo, quien perdonó en la cruz a quienes lo crucificaban.

Es muy importante, como iglesia que somos, como el cuerpo de Cristo en la tierra, reconocer que para muchos el perdonar es algo que parece imposible; algunos, incluso, pueden sentirse aún más heridos ante un mandato como éste. Dios no quiere que quien sufre reciba más sufrimiento, ni que nos alejemos de Él por algo que, a nuestros ojos, parece imposible de cumplir.

Primero debemos recordar que para Dios todo es posible, de su mano, a su debido tiempo, todo lo podemos lograr. Luego, es importante entender claramente lo que significa “perdonar”. Perdonar no es ignorar ni borrar la culpa del agresor; tampoco es, necesariamente, llegar a amarlo. Perdonar es dejar de buscar la forma de devolver el daño hecho, de buscar compensación por ello; es dejar atrás la ofensa poniéndola en manos de Dios y dejar que sea Él quien juzgue.

Perdonar, finalmente, es liberarnos a nosotros mismos, porque cuando no perdonamos estamos atados, encerrados en el pasado, sin posibilidad de avanzar en nuestras vidas porque la ofensa es como un gran peso que nos mantiene atados al pasado. Al perdonar, dejamos ese peso atrás, abrimos la jaula de nuestro rencor y nos liberamos para seguir nuestra vida, dejando que Dios se encargue de lo que ya no podemos cambiar. A veces, al liberarnos, nuestra perspectiva cambia y, poco a poco, podemos entrar en el camino del entendimiento y el amor. Se trata de una jornada difícil que se hace paso a paso, como dice la canción de Joan Manuel Serrat: “caminante no hay camino, se hace camino al andar.”

Jesús nos invita a emprender el camino del respeto, del perdón y del amor a nuestro prójimo. Él nos ofrece su mano, con las cicatrices de la cruz, lo cual nos recuerda lo mucho que nos ama y lo infinito de su perdón: confiemos en Él y tomados de la mano emprendamos todos juntos el camino del amor.

Amén.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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