Pentecostés 8 (C) – 3 de agosto de 2025
August 03, 2025

“Que tu constante misericordia purifique y defienda a tu Iglesia, oh Señor”
Estas palabras no son simples frases litúrgicas, sino un clamor del corazón del pueblo de Dios para reconocer dos verdades fundamentales: que la Iglesia necesita ser purificada constantemente, no sólo de errores externos, sino de lo que se va acumulando en el corazón: orgullo, autosuficiencia, frialdad espiritual; y, segundo, que no podemos caminar seguros sin el auxilio de Dios. Los cristianos vivimos expuestos a un mundo lleno de cambios, confusión moral, desafíos para nuestra fe, viviendo en tierra extranjera con dificultades, temores e injusticias. Esta oración nos recuerda que no nos sostenemos por nuestras fuerzas, sino por la misericordia constante del Señor.
Es Dios quien protege y dirige a su Iglesia, no como un juez lejano, sino como un Padre presente, lleno de bondad y gracia. Es por eso por lo que hoy venimos a escuchar su palabra, no sólo para informarnos, sino para dejarnos transformar, purificar y fortalecer por su amor. El Evangelio de San Lucas, al hablar sobre el peligro de las riquezas, nos presenta dos posibilidades para nuestra reflexión personal y también como Iglesia: la ilusión de la abundancia y ser conscientes de que no todo lo que brilla es oro.
En cuanto a la ilusión de la abundancia hay que decir que carece de fundamento lógico en la realidad. Jesús no sólo responde a una disputa familiar por una herencia, sino que nos invita a mirar mucho más allá de lo material. Las herencias familiares muchas veces han provocado separación y dolor. La enseñanza de Jesús en este sentido es práctica: la vida no depende de poseer muchas cosas. Esto es un llamado a estar pendientes del deseo o avidez de poseer cosas materiales, porque pueden confundir el camino del cristiano. Vivimos en una sociedad que valora la acumulación: más bienes, dinero, éxito. Sin embargo, Jesús nos recuerda que la abundancia material no garantiza una vida plena, mucho menos una vida en comunión con Dios.
La lectura del libro de Eclesiastés nos ayuda a reflexionar sobre la inutilidad de las riquezas y el esfuerzo humano. A pesar de todo el trabajo que muchas veces empleamos para obtener logros, concluye que todo es vana ilusión: lo acumulado en la vida no se puede retener y, al final, deberá dejarse a otros sin saber si lo han de valorar. Esta realidad puede llevarnos a la frustración, pues el fruto del esfuerzo termina en manos de quien no lo trabajó; además, el afán constante por producir y acumular sólo genera preocupación, insomnio y sufrimiento. Este texto nos advierte que poner el sentido de la vida en el trabajo y las posesiones es como querer atrapar el viento y eso también es vana ilusión.
La parábola del hombre rico es clara. El protagonista se obsesiona con guardar y asegurar su futuro con bienes materiales, hace planes para comer, beber y gozar creyendo que el tener le dará seguridad y felicidad. Pero se olvida de lo más importante: su vida está en manos de Dios y ni todo el oro del mundo puede comprar un día más de existencia. El gran error del rico no fue ser próspero, sino vivir sólo para sí mismo; no pensó en compartir, ayudar o buscar la voluntad de Dios; su riqueza lo aisló, lo cegó y terminó siendo pobre ante lo eterno. Podemos reflexionar juntos como Iglesia ¿dónde estamos invirtiendo nuestra vida? ¿Dónde está la sabiduría de Dios en nosotros para reconocer lo que significa ser ricos delante suyo? Al final lo que cuenta no es cuánto tenemos, sino cuánto amamos, cuánto damos y cuánto hemos vivido para Dios.
La segunda posibilidad de nuestra reflexión es que no todo lo que brilla es oro. Muchos se mudan a Estados Unidos buscando una vida mejor: estabilidad, oportunidades y hasta una herencia digna para sus hijos. Y está bien luchar y trabajar duro, pero en medio de esa lucha tenemos que recordar las palabras del Apóstol Pablo a la Iglesia de Colosas cuando los exhorta a vivir conforme a su nueva identidad en Cristo: piensen en las cosas del Cielo, no en las de la tierra; ya que han resucitado con él deben poner su mirada en las cosas del cielo y no en lo terrenal. Pablo les llama a dejar atrás su antigua manera de vivir marcada por el pecado, la avaricia, la ira y la mentira, y a revestirse del nuevo ser renovado a imagen de Dios.
Cuando aceptamos el evangelio como medio de vida, y a Jesús como Salvador, podemos entender que en esta nueva vida las divisiones humanas ya no importan porque Cristo es todo y está en todos. Jesús nos recuerda en el evangelio algo profundo: la vida no depende de poseer muchas cosas. En esta Sociedad muchas veces se enseña que el éxito se mide por lo que la persona posee en cosas materiales; con esta forma de pensar algunos cristianos corremos el riesgo de caer en la misma trampa que el hombre rico de la parábola; pensamos: si trabajo más, si ahorro más, si compro más, entonces podré descansar y disfrutar. Pero Jesús nos advierte que se puede tener muchas posesiones materiales y aun así estar vacío por dentro. Ahí radica el peligro de las riquezas materiales, se pueden enumerar los bienes materiales, pero si no hay paz, ni comunión con Dios, ni amor en el hogar, se es pobre delante de Dios.
No está mal prosperar. Debemos detenernos a pensar de qué sirve ganar todo si perdemos lo más valioso que es la vida y la comunión con el Salvador. La tarea es que nunca olvidemos quién es el que da la vida y qué cosas tienen valor eterno; que la ilusión de la abundancia es vana y no todo lo que brilla es oro.
Todos somos inmigrantes en esta vida porque nuestra verdadera patria está en el cielo. Seguiremos trabajando, luchando, pero sin olvidar vivir para Dios. Eso es lo que nos hará verdaderamente ricos.
Que la paz de Dios esté siempre con cada uno de nosotros. Amén.
La Rvda. Marivel Milien, ejerce su ministerio en la Iglesia Santísima Trinidad en Miami, Diócesis del Southeast, Florida.
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