Sermones que Iluminan

Pentecostés 8 (C) – 31 de julio de 2022

July 31, 2022

LCR: Eclesiastés 1:2, 12–14; 2:18–23; Salmo 49:1–12 [= 49:1–11 LOC]; Colosenses 3:1–11; San Lucas 12:13–21

“Así le pasa a quien amontona riquezas para sí, pero es pobre delante de Dios.”

Jesús nos advierte hoy que tengamos cuidado de no amontonar cosas y dinero y hasta amigos, y olvidarnos de Dios. Porque la vida no depende de poseer muchas cosas. Por ejemplo, si tenemos un buen trabajo ahorramos para poder resolver problemas más tarde, si falta el dinero. Esto es ser responsable de uno mismo y de la familia. Pero los grandes ricachones, billonarios del mundo, amontonan el dinero y las cosas simplemente por amontonarlos, mientras hay miles de millones de personas sumidas en la pobreza. ¿De qué les sirve tener tanto? Quizá para descansar, comer, beber, gozar de la vida, pero es que es tanto el dinero que tienen que aunque no hicieran nada más el resto de sus vidas —sólo descansar, comer, beber y gozar de la vida— aún les sobrarían miles de millones. ¿Qué van a hacer? ¿empapelar sus casas con dólares? ¿Comerse ese dinero, billete a billete? ¡Se morirían de indigestión!

La cantidad de dinero y bienes que acumula la gente rica es ridícula. Nadie necesita tanto dinero. Y seguro piensan: “¿qué hago con esto? ¡Ah, ya sé! Lo invierto en algunas corporaciones y lo pongo a trabajar. Compraré acciones de Google, o de alguna petrolera, o de alguna otra corporación. Y como eso me hace condueño del negocio, por supuesto recibiré parte de las ganancias”. Sin haber trabajado. Su dinero trabaja en vez de ellos. Y así, van acumulando más y más dinero. Sin hacer nada. Pero un día de éstos, Dios o la vida les van a decir: “¡Bobo, hoy te mueres!”. Y aunque tuviera herederos que mantener, hijos, nietos, sobrinos y primos, es tanto el dinero que sus herederos tampoco trabajarán, y también seguirán acumulando más y más dinero sin hacer nada.

Todo el afán de amontonar cosas, dinero y otros bienes innecesarios es una enfermedad de nuestra sociedad. A diario los anuncios de la televisión y de las redes sociales nos tientan, creando en nosotros deseos de cosas totalmente innecesarias. Porque una cosa es desear tener techo y suficiente comida para nuestros hijos, y otra cosa es desear lujos totalmente innecesarios. Por eso, la próxima vez que estemos viendo televisión, notemos qué cosas nos están tratando de vender. Preguntémonos: ¿eso me hace falta, de veras? ¿En verdad necesito un nuevo coche? ¿De veras necesito más ropa y zapatos, otro perfume? Es posible que sí, por supuesto, pero si no nos preguntamos, si no estamos alertas a lo que necesitamos y a lo que nos quieren vender vamos a caer en la tentación.

¿Qué nos hace caer tan fácilmente como víctimas de la manipulación comercial? Quizá sentimos un hueco en el corazón y queremos llenarlo con dinero, cosas, comida, fama, sexo, poder. Pero nada de eso llena el hueco. Y es porque eso que nos falta es Dios. Sentimos, en lo más profundo, nuestra separación de Dios. Y sólo Dios puede llenar el hueco. Ese mismo Dios que nos ama y nos libra de la esclavitud de los poderes del mal y la muerte que lastiman y destruyen a las criaturas de Dios.

Pero cuanto más nos llama, más nos apartamos de Dios y acabamos adorando dioses falsos, sin comprender que es Dios quien nos cuida con lazos de ternura y cuerdas de amor, atrayéndonos a sí mismo. Compramos y compramos, pero nada nos llena. Sólo Dios puede. Sólo Dios, que nos toma en brazos, nos levanta y nos besa como a niños de pecho, dándonos de comer.

Aun así, no queremos volver a Dios; insistimos en alejarnos y por eso el mundo está lleno de injusticia, mentira, violencia, sufrimiento y muerte. Pero Dios protesta: “¿Cómo voy a dejarte? ¿Cómo te abandonaré, Pueblo mío? ¿Acaso voy a destruirte? Me duele el corazón, pero no actuaré por ira. No volveré a destruir a mi pueblo porque soy Dios, y no otro ser humano más. Soy el Santo que está en medio de ustedes y no he venido a destruirlos.” Así nos dice Dios, rugiendo como un león manso.

Si hoy oímos su voz volveremos a él como palomas, por más lejos que estemos de Dios, por más grande que sea el hueco que llevamos por dentro. Al fin, somos hijas e hijos de ese mismo Dios quien antaño nos sacó de la esclavitud. ¿Cómo podrá Dios abandonarnos, tan lleno de compasión por nosotros? ¿Qué nos separará del amor de Dios? Por tanto, dejemos atrás todo lo que nos atrapa, todos los ídolos falsos que adoramos, especialmente el ansia de tener más y más dinero y posesiones. En vez, concentremos nuestras mentes y corazones en las cosas de arriba, lo importante, no en cachivaches de este mundo. No es fácil, pero podemos lograrlo porque somos, cada uno y como comunidad, una nueva creación de Dios. ¿Quieren saber cuándo y como sucedió eso?

En el bautismo morimos con Cristo y con él resucitamos a una nueva vida íntima en el seno de Dios. Nos desnudamos del yo viejo para vestirnos de un yo nuevo que está siendo renovado en la imagen de Dios, su Creador. Y esa imagen de Dios es Cristo, quien es la imagen visible del Dios invisible. En esta nueva creación que somos todos desde que salimos del agua ya no hay separación entre nosotros. No hay griego o judío, blanco o negro, católico o protestante, no hay hombre o mujer, esclavo o liberto, no hay liberal o conservador, ni hetero o gay. No hay ricas o pobres, guapos o feos, sabias o tontas. No hay jóvenes o viejos. Aquí todos y todas, sin excepción, somos parte de Cristo quien es todos, en todos; Cristo quien es uno y uno con Dios mismo. Aquí, gracias al bautismo somos uno; aunque no estemos siempre de acuerdo, aunque alguien no nos caiga bien. “La iglesia es una…” como diremos pronto en el credo. Ésa es nuestra fe, nuestra confianza. Aquí, en esta comunidad, hay lugar para todos y todas, sin excepción.

Por todo esto le damos gracias hoy a Dios. Porque, aunque estábamos perdidos sin hallar el camino, con hambre y sed, siempre queriendo poseer más y más, llamamos a Dios y nos libró de esa angustia, y nos puso en el buen camino; nos enterró con Cristo en una imitación de su muerte y nos resucitó de las aguas del bautismo. Nos hizo una sola familia con él y con Dios, Padre y Madre de todos y todas. ¡Le damos gracias a Dios por su amor, por todo lo que hace constantemente a favor de su creación! A Dios, que verdaderamente apaga la sed del sediento y le da abundante comida al hambriento. A Dios, que nos envía de aquí a mostrar en hechos y no sólo en palabras que ya está llegando su Reino, el nuevo mundo de verdad, justicia, paz y amor.

El Revdo. Dr. Juan M.C. Oliver, PhD es el Guardián del Libro de Oración Común de la Iglesia Episcopal.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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