Sermones que Iluminan

Propio 18 (B) – 2018

September 10, 2018


Los primeros cristianos se enfrentaron a la pregunta sobre los destinatarios o a quiénes se dirigían las Buenas Nuevas de Jesús: ¿Era Jesús el Mesías para los judíos o era el Mesías para todos los pueblos? Los judíos esperaban un Mesías nacionalista, protector de los intereses del pueblo de Israel. Sólo el pueblo de Dios era destinatario de sus promesas y bendiciones. Los paganos no eran objeto del amor y la misericordia de Dios. El rechazo era tal que los judíos del tiempo de Jesús llamaban con términos fuertes como “perros” a los habitantes de los lugares mencionados en el evangelio de hoy. Las ciudades como Tiro y Sidón, o las regiones como Siria, Fenicia o la Decápolis eran tierra de impuros para sus categorías.

Ahora bien, la condición de discriminación se agudizaba si además de ser pagano se trataba de una mujer, como la Sirofenicia de Tiro, o de un enfermo como el de Sidón. Es impactante escuchar también a Jesús llamar “perros” a estas personas. Sin embargo, no lo hace porque él piense así. El domingo pasado se leía como Jesús declaraba, en discusión con los fariseos, la pureza de todos los alimentos en contraposición de las leyes judías. Enseñaba que la impureza no radica ya más en lo externo como la comida o la nacionalidad, sino que surge de lo que damos, de lo que proviene del corazón. Hoy, Jesús utiliza un recurso pedagógico porque sabe que, de allí, de los excluidos y marginados, de los “impuros”, vendrá una gran lección.

Dos mil años después, seguimos siendo testigos de odios explícitos que generan tensión en la familia humana, trato entre hermanos que lesiona una vida justa y en paz: discriminación por género, raza, etnia, confesión religiosa, pensamiento, posición política, clase social; personas o pueblos que se consideran “mejores” que otros. ¿Cómo es posible que estemos viviendo hoy tanta división y discriminación? Estamos peleando entre los hijos de Abraham, nos rechazamos entre seguidores de Jesús, condenamos a hermanos y hermanas por su orientación sexual, hay movimientos de odio racial, tensión entre naciones, violencia contra la mujer. Este no es el querer de Dios, no es la humanidad que refleja el Reino.

El evangelio de hoy va a romper esos muros. En Marcos, Jesús se revela progresivamente como el Hijo de Dios que salva a todos sin distinción de raza, pueblo o religión. Él es el Mesías con la autoridad para obrar maravillas más allá de las expectativas humanas, de acoger en la plenitud del Reino, también a los impuros y pecadores. En Marcos, es precisamente el excluido, el impuro, el extranjero quien reconoce y confiesa el mesianismo de Jesús. Hoy, la doblemente excluida, en medio de su drama de vida, da una lección de respeto, igualdad y dignidad. Y Jesús aprovechando los estigmas sociales de su contexto lo favorece: “Deja que los hijos coman primero, porque no está bien quitarles el pan a los hijos y dárselo a los perros”. Esta mujer, supuestamente alejada de la misericordia y la salvación de Dios da la mayor lección de fe con humildad, ante tamaño insulto: “Pero, Señor, hasta los perros comen debajo de la mesa las migajas que dejan caer los hijos.” Ella sabe que la misericordia de Dios alcanza para todos, hasta para los odiados. Y así es reconocido por Jesús quien la pone como ejemplo de fe y esa fe le consigue la salvación de su hija: “Por haber hablado así, vete tranquila. El demonio ya ha salido de tu hija”.

Jesús reta el sistema y las taras de su pueblo, y lo hace de la mano de los no amados. Esta nueva apuesta de Jesús va a incomodar las estructuras sociopolíticas, pero asume el riesgo y va más allá, trasciende con los de abajo, se muestra mesías en tierra extranjera, fuera de la “tierra santa”, atrayendo a sí a todos los pueblos y participándoles de las bendiciones de Dios. La carta de Santiago también insiste en ello: “Dios ha escogido a los que en este mundo son pobres, para que sean ricos en fe y para que reciban como herencia el reino que él ha prometido a los que lo aman”.

Así como la sirofenicia, muchas veces siguen siendo los odiados y vejados quienes nos enseñan la resistencia motivada por el amor, la justicia y la lucha por los derechos a través de la respuesta paciente y creativa. ¿Cómo lo logran? por medio de campañas y movimientos promotores de equidad, inclusión y respeto y de la misma manera como la sirofenicia: con humildad y con la determinación que da la fe. Así nos siguen dando la lección de cómo ser verdaderos cristianos o por lo menos mejores ciudadanos del mundo. La sanación de la hija de la Sirofencia y del enfermo de Sidón son la apertura de las buenas nuevas para todos y también para pecadores e “impuros”. Se trata del cumplimiento de las promesas de Dios declaradas en el libro de Isaías.

¿Cómo retamos los antivalores de nuestro entorno o las costumbres del anti-reino a veces tan arraigadas? Caminando con Jesús, yendo con él allá, afuera, trabajando de la mano con los “no amados”, porque allí está el fermento y la cimiente del Reino. En la carta de Santiago se lee: “Ustedes, hermanos míos, que creen en nuestro glorioso Señor Jesucristo, no deben hacer discriminaciones entre una persona y otra.” No hacer discriminaciones hace parte del creer. La práctica de la solidaridad y la misericordia son el reflejo de nuestra fe, pues allí se manifiesta la grandeza del amor puro del Padre. No basta con confesarlo y no actuar: “¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe, si sus hechos no lo demuestran? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe?… Así pasa con la fe: por sí sola, es decir, si no se demuestra con hechos, es una cosa muerta.”

¿Qué podemos hacer como congregación? La obra que Jesús realizó fue una realidad gracias también a la solidaridad de los sensibles, de quienes ven el drama, y no se quedan como espectadores, sino que son movidos por la fe a ayudar: “le llevaron… y le pidieron que pusiera su mano sobre él”. Este hombre de Sidón, sordo y tartamudo, fue sanado gracias a la solidaridad de sus vecinos que se pusieron en marcha con el enfermo. Si no es por su comunidad, este hombre no hubiese sido sanado de su sordera y su tartamudez. La solidaridad procuró el milagro.

Y como al sordo, Jesús nos dice hoy: ¡Efatá! y también necesitamos de ese ¡Ábrete! que exhaló Jesús. Tantas sorderas que no nos dejan comprender, tantos mutismos que no dejan proclamar. Es menester que Jesús cure estos dos males de la sociedad para poder escuchar la Buena Nueva y anunciarla, pues ¿cómo van a creer si no escuchan? ¿cómo van a proclamar si no hablan? Necesitamos abrirnos nuevamente a la palabra para confesar sin tartamudez que Jesús es el Señor de todos. La sirofenicia y los habitantes de Sidón son el testimonio de que la tara de las barreras sociales está en las prácticas anticuadas, en los odios sin sentido que Jesús vino a vencer.

Jesús está obrando allá afuera, está liberando, abriendo oídos y desatando lenguas; pero fuera de nuestras comodidades y pequeños nichos; Él sigue haciendo milagros en los lugares menos esperados, entre quienes rechazamos y tratamos como inferiores. No nos perdamos su obra amorosa por estar demasiado atados a nuestras seguridades y convicciones.

¡No olvide suscribirse al podcast Sermons That Work para escuchar este sermón y más en su aplicación de podcasting favorita! Las grabaciones se publican el jueves antes de cada fecha litúrgica.

 
 
 
 
 
 
 
 

Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

Click here