Sermones que Iluminan

Propio 23 (B) – 2015

October 12, 2015


La historia de este pasaje, como la del domingo pasado cuando se toca el tema del matrimonio y el divorcio y la aceptación de los niños, forma parte del ciclo de historias que el evangelista Marcos nos presenta como parte de su estructura narrativa para recalcar que la cruz es la parte central del misterio del reino de Dios.

Jesús está listo para continuar su camino a Jerusalén, y es durante esta jornada hacia la cruz, cuando su mensaje sobre el reino de Dios y el discipulado se torna relevante y desafiante.

En esta jornada las multitudes se le juntan tratando de escuchar las enseñanzas y observar a primera vista al autor de los milagros y exorcismos, de lo que para ellos puede ser un nuevo profeta en la olvidada Galilea. Los fariseos continúan poniendo a prueba el conocimiento de Jesús. La gente en general, le trae sus niños para que los bendiga, y al mismo tiempo, muchos le salen al encuentro para solicitar su consejo.

Aquí en esta jornada, es cuando un hombre, del que no tenemos mención de su nombre, como si pudiera ser cualquiera de nosotros, le sale al encuentro a Jesús y le pregunta qué debe de hacer para heredar la vida eterna.

Este hombre piensa que la retribución de Dios, poniéndolo en términos económicos, es algo que se puede heredar, y actúa como si esta retribución o recompensa es algo que pueda poseerse. Como si la vida eterna fuese una mercancía, un producto o un objeto, que se pueda traspasar de generación en generación.

En su pregunta, el desacierto irreparable fue su deseo de “heredar la vida eterna” totalmente gratis, sin costarle ninguna de sus pertenecías o ninguno de sus bienes y obviamente sin esfuerzo alguno.

Jesús contesta diciéndole que tiene que hacer una cosa más que no ha hecho, aparte de seguir los mandamientos que ha mantenido fielmente, y es la de vender todas sus posesiones y entregar el dinero a los pobres.

Nos podemos imaginar la cara de este hombre, desconsolado y triste, al escuchar la palabra de Jesús pues realmente no era esta la respuesta que esperaba recibir. Su anhelo de poseer se ve truncado con la palabra que da vida, con la palabra que esclarece la verdad y nos indica el camino a la vida eterna. Y para abrazar esta palabra simplemente este hombre se tiene que desprender y romper el yugo que no le deja dar el siguiente paso.

Jesús lo invita a seguirlo, pero para esto el hombre se tiene que desprender del yugo de sus posesiones, se tiene que desprender de esta carga que no lo deja avanzar, de este paso que le impide ver la promesa del Mesías, la promesa que Dios le hace en Jesús de tener tesoros en el cielo.

Nos podemos preguntar, ¿cuántas veces nosotros hemos actuado igual que este hombre que no quiso desprenderse de sus posesiones? ¿Cuántas veces hemos llevado este yugo que, sin darnos cuenta, no nos deja avanzar?

Y es difícil darnos cuenta cuando vivimos en una sociedad de consumo, cuando la regla y el ideal de vida es la de poseer cada vez más. Cuando el aparentar lo que no somos, nos lleva a la idea de que el poseer y el acumular es a lo que estamos destinados en esta vida.

Estamos bombardeados las veinticuatro horas del día con anuncios y propaganda diciéndonos que si compramos determinada marca nos pareceremos a los modelos que nos disfrazan la infalible realidad. Que si manejamos cierto tipo de auto tendremos una posición de prestigio que nos separará de los demás, como si la exclusividad fuese el valor absoluto al que todo ser humano tiende a aspirar.

Tendemos a legitimizar y validar frases que se convierten en dogmas y credos: “Dime cuánto tienes y te diré cuanto vales” solemos decir. Nuestros valores se reducen a acumular cada vez más. Y en este afán de poseer ignoramos la dimensión sagrada de nuestro planeta. Pensamos que nuestro planeta tiene recursos ilimitados para ser explotados y tendemos a pensar que todo el universo es solamente para nosotros y que estamos aquí para ejercer dominio sobre él.

En este afán de poseer tendemos a explotar a nuestro planeta, pero no nos damos cuenta de que esta explotación está directamente ligada a la explotación de otros seres humanos. Y es ahí donde surge la injusticia, cuando unos pocos tienen más que otros. La injusticia surge cuando la distribución de la riqueza es desproporcionada. Cuando esta desigual distribución genera pobreza. Esta es la crítica en este evangelio, cuando uno tiende a poseer más, negándole el privilegio y derecho a los otros.

Cuando Jesús le responde al hombre rico revisando los diez mandamientos, se enfoca solo en la segunda tableta que contiene las normas precisas sobre las relaciones humanas. Jesús habla de no matar, no cometer adulterio, no robar, no dar falso testimonio, honrar a los padres y no defraudar.

Este mandamiento de “no defraudar” sobresale en este contexto pues no lo encontramos en el libro del Éxodo (Exodo 20). Sin embargo, este lenguaje de “no defraudar” puede estar directamente relacionado con las posibles acciones que una persona, que posee demasiado, pueda perpetrar para mantener o acrecentar su riqueza mediante la injusticia y la opresión.

Es interesante recalcar que ni Mateo ni Lucas utilizan este mandamiento de “no defraudar”. Por lo que nos hace pensar que esta inclusión en el evangelio de Marcos proyecta su atención en la justicia económica.

En la historia de Marcos, Jesús no requiere que el hombre rico renuncie a todo lo que posee. Jesús enseña que para ser discípulo, para seguirlo en su camino a la cruz, a la vida eterna, se requiere sacrificio y se requiere compartir.

El hecho de que Jesús le pida al hombre rico vender lo que posee y dar el dinero a los pobres, no está abogando para que este hombre entre en la pobreza. Jesús no fomenta la vida de pobreza. Jesús quiere aliviar la pobreza y evitar a como dé lugar la injusticia económica que afecta a muchos.

Cuando Jesús invita a este hombre a que lo siga, lo está invitando a que entre en relación con su comunidad, particularmente con los que menos tienen, con los más desafortunados. Pero este mandamiento de desprenderse es mucho para este hombre rico, que se marcha desconsolado y al irse se aleja de participar en el reino de Dios, un reino de justicia, amor y equidad.

Nos podemos preguntar, ¿cuántas veces nosotros nos hemos excluido de participar en este reino? El reino de Dios no es un lugar, sino una forma de vida que requiere sacrificio y abnegación. Y se requiere compartir para obtener los tesoros en el cielo, dados solo y exclusivamente por Dios.

La invitación está hecha. En el desprendimiento de nuestros propios yugos, de los yugos que no nos dejan avanzar para participar en el reino de Dios, está la respuesta.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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