Sermones que Iluminan

Propio 25 (A) – 2017

October 29, 2017


A lo largo de nueve domingos hemos leído y escuchado en nuestras comunidades la historia del pueblo de Israel en la etapa que va desde la esclavitud en Egipto hasta la llegada a la Tierra Prometida. En cada uno de esos domingos, se ha contado parte de la vida de Moisés, el líder escogido por Dios para guiar a su pueblo a través del desierto.  Dios libró a Moisés de la muerte, porque el faraón había ordenado el exterminio de niños varones hebreos nacidos en Egipto durante los tiempos de la esclavitud.

Moisés fue protegido por Dios hasta el momento en que Dios lo llamó en el monte Horeb, conocido también como el monte Sinaí. Ahí Dios le encomendó a guiar al pueblo hebreo y a librarlo del martirio de la servidumbre y abusos de los capataces egipcios. La jornada por el desierto está marcada por innumerables pruebas para Moisés y para el pueblo de Dios. Hay momentos en los que Moisés desfallece frente a las flaquezas de los israelitas. Hombres y mujeres olvidan con facilidad las proezas que Dios hizo para liberarlos de la esclavitud.

La lectura de este domingo tomada del Deuteronomio nos muestra a Moisés al final de su vida. El escenario es impresionante. Escuchamos e imaginamos a Moisés contemplando a lo lejos la Tierra Prometida desde lo alto del monte Nebo en el desierto de Moab. El Señor le dijo: “Éste es el país que yo juré a Abraham, Isaac y Jacob que daría a sus descendientes. He querido que lo veas con tus propios ojos, aunque no vas a entrar en él.”

Podemos imaginar el efecto que tuvo en Moisés el escuchar esas palabras de Dios. Había llegado a la meta y no podía celebrar semejante logro. Para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, que vivimos bajo el imperativo de alcanzar el éxito, el final de Moisés nos parece un gran fracaso. No es un final feliz, no hay copa de la victoria que levantar y Moisés tiene que conformarse con ver a lo lejos una tierra que otros y otras recibirían como herencia.

No es fácil entender la historia de Moisés cuando hemos sido programados para alcanzar el éxito y el reconocimiento por nuestro esfuerzo y sacrificio. Las preguntas que podemos hacernos son: ¿Cuál es el propósito de nuestros esfuerzos?  ¿Cómo encajan nuestros esfuerzos con la misión de Dios?

En nuestra práctica de fe es importante recordar las palabras de la segunda lectura tomadas de la primera carta de Pablo a los Tesalonicenses: “No tratamos de agradar a la gente, sino a Dios, que examina nuestros corazones”. Al final de todo, lo que realmente cuenta es haber sido fieles al mandato del Señor, aun cuando en la sociedad la tendencia es buscar incansablemente triunfos y logros.

La organización de la iglesia primitiva era muy diferente a las maneras como se organizan las jerarquías eclesiásticas hoy día. Durante los primeros siglos el énfasis estaba en la vida comunitaria que celebraba la multiplicidad de dones tanto en los hombres como en las mujeres. El apóstol Pablo no hubiera podido desarrollar una empresa misionera de largo alcance sin el apoyo de líderes locales en diferentes lugares. El mensaje primordial de Pablo a las nuevas comunidades cristianas fue la resurrección del Señor.

Con el paso del tiempo, los nuevos líderes cristianos no pudieron dejar de lado su propio poder. Los efectos negativos de tales comportamientos todavía se hacen sentir en las distintas confesiones cristianas. Un ejemplo de ello es la primacía del varón en los asuntos tanto litúrgicos como administrativos de un buen número de iglesias. Con pena y vergüenza debemos reconocer que se desarrolló en cierto momento de la historia de la iglesia, toda una campaña para excluir a la mujer de los principales puestos del liderazgo ministerial. Son pocas las iglesias que hoy en día otorgan a la mujer un espacio de participación plena y desarrollo en la vida eclesial.

El evangelio de este domingo nos habla nuevamente del deseo que tenían los líderes religiosos de atrapar a Jesús. Saduceos, fariseos y otros líderes de la ley se acercaron a él con la intención de eliminarlo de la escena pública, formulándole preguntas comprometedoras. Reconociendo la mala intención de sus preguntas, Jesús les responde con prudencia y sabiduría. Ellos preguntaron: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la ley?” Jesús les dijo: —“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.” Según la creencia y las leyes de la época, la respuesta es correcta y completa. No obstante, Jesús le agregó una segunda parte al primer y más importante mandamiento de amar a Dios. Jesús les dijo: “Pero hay un segundo parecido a este; dice: ‘ama a tu prójimo como a ti mismo.’ En estos dos mandamientos se basan toda la ley y los profetas.” Al incluir a la humanidad, Jesús completa el gran mandamiento de amor.

Cuando nuestras prácticas religiosas se enfocan únicamente en doctrinas y fórmulas de fe, corremos el riesgo de vivir una fe hipócrita y sin fundamento. Desafortunadamente, en nuestra cultura religiosa se prioriza aprender de memoria algunas verdades de fe, pero sin conectarlas con nuestra práctica diaria.

El Pacto Bautismal que encontramos en el Libro de Oración Común (pg. 224) incorpora promesas de acción cristiana donde los bautizados (si pueden), los padres, padrinos y la congregación se comprometen a seguir. Cada una de esas promesas está encabezada por una palabra que alude a una acción específica: continuarás, perseverarás, proclamarás, buscarás y lucharás. Estas son las acciones que cada persona bautizada se compromete a llevar en su práctica cristiana.

Al igual que en los tiempos de Jesús, en nuestro ambiente religioso existen diferentes grupos con distintas tendencias. El cuestionamiento y la desacreditación entre grupos opuestos siempre existirá. Los episcopales somos tildados de liberales al ofrecer en nuestra Iglesia una radical bienvenida a todos y a todas sin distinciones de género, raza y sexualidad. Los círculos religiosos más conservadores cuestionan nuestra práctica inclusiva por no interpretar literalmente algunos pasajes bíblicos y enfatizar el respeto a la dignidad de toda persona.

Con frecuencia escuchamos a los miembros de nuestras comunidades expresar lo difícil y arriesgado que significa explicar a los fariseos de hoy, que Jesús no discriminó a ningún ser humano, porque al igual que los maestros de la ley en el evangelio de hoy, algunos y algunas se acercan a nosotros con la intención de culparnos por faltar a las Sagradas Escrituras o a las verdades de la fe cristiana. Pensar no ofende a Dios; lo que sin duda le ofende es que juzguemos a los demás desde nuestros miedos y prejuicios.

Hermanas y hermanos, mantengámonos firmes en nuestro pacto bautismal en el cual Jesús nos da las palabras que llevan a la acción cristiana. Su mandamiento es de amor incondicional a Dios y al prójimo, para así guiar y transformar nuestras vidas y poder sostener una sociedad más justa, inclusiva y compasiva.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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