Sermones que Iluminan

Propio 27 (C) – 2013

November 11, 2013


Estamos muy cerca a finalizar tanto el año del calendario como el año litúrgico. Es importante al final del recorrido ver cómo ha sido nuestro caminar a la luz de la esperanza cristiana que se centra en la experiencia de la resurrección. Recordemos que esta esperanza vive referida y abierta al futuro. No a un futuro cualquiera o indeterminado sino a un acontecimiento de plenitud que tiene como punto de partida y de llegada a Jesucristo. Esta precisión matiza la esperanza de una forma singular respecto a otras esperanzas que se centran en la determinación espacio-temporal, es decir, aquellas esperanzas que no sobrepasan la inmanencia, así como lo planteaba la mentalidad saducea con la que Jesús va a tener una confrontación frente a este punto (Lucas 20:27).

Nosotros los discípulos creemos que nuestra esperanza está puesta en Aquel que murió y resucitó según las Escrituras (2 Tesalonicenses 2:1-5). Por este motivo afirmamos que su muerte no fue la última palabra, sino su exaltación junto al Padre (2 Tesalonicenses 2:43) dándonos acceso a  vivir una experiencia similar a la de él, donde la resurrección es la experiencia que trata de expresar esta apertura a una vida en plenitud pasando por la muerte.

Desde este punto de vista, superando una mentalidad saducea que coloca su esperanza en el aquí y en el ahora únicamente, comprendemos la resurrección de Jesús como la anticipación del futuro, donde en fe los creyentes afianzamos nuestra esperanza; sin ella, todo sería vanidad. Con ella y desde ella, Jesús mismo se convierte en el Señor, en objeto de fe y esperanza (2 Tesalonicenses 2:13-17).

Actualmente resulta difícil hablar de la muerte porque la sociedad del bienestar tiende a apartar de sí esta realidad, suscitándose en algunos sectores angustia o escepticismo frente a la misma. Sin embargo, no es posible experimentar la realidad que se ha descrito anteriormente si no hay una experiencia de muerte física; de culminación de la finitud. A la luz de lo que Jesús realizó, se comprende la actitud de Dios Padre frente a la vida y la muerte de sus hijos. Ya el salmista había intuido que Dios no puede abandonar a sus siervos fieles en el sepulcro, ni dejar que su santo experimente la corrupción (Salmo 16: 10). Isaías anuncia un futuro en el que Dios eliminará la muerte para siempre, enjugando “las lágrimas de todos los rostros” (Isaías 25:8) y resucitando a los muertos para una vida nueva.

Ciertamente, es preciso pasar por la muerte, teniendo la certeza de que nos encontraremos con el Padre cuando “este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad” (1 Corintios 15:54). Entonces se verá claramente que “la muerte ha sido devorada en la victoria” (1 Corintios 15:54). La resurrección de Cristo, su ascensión y el anuncio de su regreso abrieron nuevas perspectivas para nosotros. En el discurso pronunciado al final de la cena, Jesús dijo: “Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Juan 14, 2-3). No se nos ha informado de la fecha de este acontecimiento final. Es preciso tener paciencia, a la espera de Jesús resucitado.

“Nosotros (dice san Pablo) somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas” (Filipenses 3: 20-21). Como el Espíritu Santo transfiguró el cuerpo de Jesucristo cuando el Padre lo resucitó de entre los muertos, así el mismo Espíritu revestirá de la gloria de Cristo nuestros cuerpos, venciéndose la finitud y dando plenitud a la identidad, la cual no es perdida, sino asumida y llevada a su culmen en la nueva realidad.

De esta manera, queda anulada toda posibilidad de fijación de la esperanza sólo en esta vida terrena tal como sucedía con los saduceos, quienes quieren colocar a prueba la enseñanza de Jesús planteando una situación hipotética poco probable (Lucas 20:28-33). El realismo de las apariciones testimonia que Jesús resucitó con su cuerpo y con ese mismo cuerpo vive ahora al lado del Padre (Glorificado). Ahora bien, se trata de un cuerpo glorioso, ya no sujeto a las leyes del espacio y del tiempo, transfigurado en la gloria del Padre. En Cristo resucitado se manifiesta lo que un día sucederá en todos aquellos que quieran en libertad acoger su redención.

No debemos olvidar que el “escaton”, es decir, el acontecimiento final, entendido cristianamente, no es sólo una meta puesta en el futuro, sino también una realidad ya iniciada con la venida histórica de Jesucristo. Su pasión, muerte y resurrección constituyen el evento supremo de la historia de la humanidad. Por esto, Jesús dice: “Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Juan5:25).

La resurrección de los muertos, esperada para el final de los tiempos, recibe una primera y decisiva actuación ya ahora, en la resurrección espiritual, objetivo principal de la obra de salvación que consiste en la nueva vida comunicada por Cristo resucitado en nuestro corazón por medio del sacramento del bautismo como fruto de su obra redentora en nosotros.

Unido a lo explicado anteriormente, debemos dar un paso adelante en nuestra meditación y recordar el artículo del credo que profesamos todos los domingos, y que dice: “Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Esta confesión de fe nos enseña que al fin del mundo, ha de venir Jesucristo con gloria y majestad a juzgar a todos los hombres, haciéndoles resucitar en él como ya se expresó o generándose la muerte eterna como producto de la cerrazón en libertad a la acción salvífica de Dios.

Finalmente, es necesario recalcar un último aspecto importante: la dimensión comunitaria, ya que nuestro caminar hacia la resurrección no lo hacemos solos, sino que vamos madurando a nivel personal gracias a la ayuda de los otros. Los otros se convierten en fuente de posibilidad para que juntos podamos alcanzar la gracia prometida. El caminar hacia la resurrección se hace a partir de la toma de conciencia de la necesidad del otro como aquel que me ayuda a crecer, a madurar y a irme configurando poco a poco en la experiencia del resucitado, pero a la vez, yo también le ayudo a los otros con mi solidaridad, testimonio y presencia a ir procesualmente alcanzando esta realidad. Aquí la Palabra nos interpela, preguntándonos ¿qué tan abiertos estamos para acoger el don de la vida eterna en nuestra vida? ¿qué tan solidarios somos con la experiencia de salvación de aquellos que llamamos hermanos en la fe?

En síntesis, todo lo que hemos meditado, no debe quedarse en una intuición cristiana centrada en el más allá sin tener en cuenta el hoy de la historia. Referirse a la nueva sociedad del futuro o recuperar la añoranza por un mundo, un ordenamiento social justo y fraterno, con las categorías evangélicas del reino de Dios, justicia de Dios, etc., no quiere decir tener una visión clara de cómo será ese mundo que anhelamos. No se le puede comprender en totalidad desde nuestra finitud histórica, mediada y supeditada por espacios concretos en tiempos concretos. Sin embargo, intentar traducir esa plenitud en las situaciones concretas de la realidad, es la tarea del creyente que quiere responder al dinamismo de la esperanza y hacerla creíble en su tiempo.

Si el cristiano posee una esperanza, que es promesa de un futuro que dinamiza el presente, pero que no se agota en el más acá, entonces está llamado a ayudar a impregnar de esperanza todas sus realidades: familiares, profesionales, sociales, económicas, políticas, culturales, etc. Ningún programa político, social o económico será capaz de instaurar la sociedad definitiva, libre de toda injusticia, sólo la fuerza del amor apoyada en la esperanza de la resurrección podrá hacerlo.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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