Sermones que Iluminan

Propio 8 (B) – 2018

July 02, 2018


¿Han experimentado alguna vez en su vida una gran sensación de vacío? ¿Han sentido como si algo les hiciera falta? No importa lo que hagan, cuán duro trabajen, adónde vayan, qué metas intenten lograr, nada puede llenar ese vacío. El trabajo, el juego, los amigos ni la familia logran calmar esa sensación de vacío, ni la inquietud ni la ansiedad que la acompaña y que les quita la paz y la armonía. La sensación nos hace sentir como si fuéramos un recipiente con un agujero en el fondo. Por más que intentemos llenarlo, no lo podemos lograr. El agua se sigue escapando. El flujo de salida es mayor que el flujo de entrada. Ese esfuerzo nos deja casi sin vida. Se apodera de nosotros y nosotras el cansancio, la debilidad, la frustración y la falta de esperanza. Sentimos enojo y resentimiento, aflicción y un gran temor de que nunca lograremos llegar a vivir la vida que deseamos. Si alguna vez hemos experimentado ese desespero, podemos adentrarnos en la vida de la mujer con hemorragia que escuchamos en el evangelio de hoy.

No sabemos su nombre. No sabemos de dónde vino. Ella podría ser cualquiera de nosotros o de nosotras. Ella es otra cara en la multitud. Lo que sí sabemos es que está enferma, desesperada y necesitada. Ella lleva doce años sangrando, en todo ese tiempo nadie ha podido ayudarla. Ella ha gastado todo lo que tenía: tiempo, dinero, energía y solo ha empeorado. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año – siempre es lo mismo. Hemorragia constante. Ella es una fuente ambulante de sangre.

La limitación de esa mujer es más que física. Ella está perdiendo más que sangre. Está perdiendo su vida, su calidez, su vitalidad y su fertilidad. Este es un asunto espiritual. La vida y la muerte siempre lo son. Por una parte, esta es la historia de una mujer. Por otra parte, esta es la historia humana. Su historia es nuestra historia. Se trata tanto de hombres como de mujeres. Drenados y drenadas de vida, andamos en la vida como si no sintiéramos nada. Estamos vivos, pero en realidad no vivimos. Nos sentimos desconectados y aislados.

A menudo nos convencemos de que una vez que esto o aquello suceda todo será mejor. Tan pronto como él cambie, tan pronto como ella haga lo que yo quiero, tan pronto como la economía mejore, tan pronto como obtenga un nuevo trabajo, tan pronto como tenga suficiente dinero, tan pronto como tenga más tiempo, tan pronto como lo haga a medida que avance en este proyecto, tan pronto como … Todos tenemos nuestro “tan pronto como” momento en la vida.

Sospecho que la mujer con la hemorragia pasó muchos de esos doce años pensando: “Tan pronto como …” Hoy, sin embargo, es diferente. Algo en ella ha cambiado. Ella ha oído hablar de Jesús. Tal vez ella escuchó acerca de sus enseñanzas, escuchó sobre cómo él expulsaba a los demonios, sobre cómo ha sanado a los enfermos, o sobre cómo él calmó la tormenta en el mar. No sabemos lo que ella habrá escuchado sobre Jesús, pero fue suficiente para hacerle creer que ella era más que una mujer con hemorragia. Ella ya no esperaría a otros para arreglar su vida. Ella se negó a identificarse con las circunstancias de su vida. Hoy, ella iría más allá de esas circunstancias y literalmente tomaría el asunto en sus propias manos.

En lo más profundo de su ser, ella sabía: “Si solo toco su capa, quedaré sana”. No importa cuánto sangremos, la verdad de esas palabras fluye por nuestras venas. Ella sabe que Jesús ofrece una vida que es “indestructible”, una vida que nunca puede ni podrá drenarse de ella.

Ella tocó su capa y en ese momento fue sobrecogida con el poder de Dios. El tocar fue suficiente. La conexión se hizo y estableció una relación. La vida ya no se salía de ella, sino que fluía en ella. La hemorragia se detuvo, pero la curación continuó. “¿Quién me ha tocado la ropa?”, preguntó Jesús. Él la llamaba. Él no le permitiría seguir siendo una cara sin nombre entre la multitud. Él no le permitiría quedarse en el anonimato. La llamó “Hija” y la envió al camino de la paz. Ella ya no sería la mujer con una constante hemorragia. Ella ahora es una hija. Ella tiene una nueva identidad, o mejor, ella recuperó su identidad de hija que se había oscurecido por su enfermedad. Ella ahora encontró un lugar y una relación nueva con Dios. Ha sido sanada y Jesús le ha ofrecido vida abundante. Ahora está completamente viva y libre para ir en paz.

Esa vida de abundancia es la misma que Jesús nos ofrece a cada uno de nosotros y de nosotras. Ya no tenemos que vivir sin vida. Podemos reconocernos como hijos e hijas, llamados y llamadas por Él. De la misma manera como lo hizo la mujer del evangelio de hoy, nosotros y nosotras tenemos la misma oportunidad de tocar a Jesús. Ya no podremos vivir nuestras vidas marcadas por el pensamiento de “tan pronto como.” Eso significa que está de nuestra parte dar el primer paso para encontrar solución a los desafíos de nuestras vidas. No se trata de que tengamos el control, sino saber que tenemos la opción y la responsabilidad de escoger como vivir la vida – con o sin la presencia del Jesús sanador y redentor.

Nuestra fe ha de ser activa y tangible. ¿Cómo podemos vivir nuestras vidas de esa manera? Acercándonos a Jesús. A veces su ropa es como un manto de silencio, soledad y oración. A veces es un manto de misericordia y perdón. Otras veces es un manto de compasión, generosidad y gratitud envuelto en ese infinito amor que se entrega a sí mismo.

Salgamos al mundo convencidos y convencidas de que no importa dónde o cómo nos encontremos, que Cristo está presente para que estrechemos nuestras manos hacia él y toquemos su capa sanadora y redentora. Abramos los ojos y dejémonos acariciar por su tierna mirada que sana nuestro desaliento, la enfermedad y el dolor. Dejemos que Cristo nos llene con su vida, con su amor y con su poder. Toquemos a Cristo y recibiremos nuestra verdadera identidad y nombre. Toquemos la capa que cubre a Cristo y podremos ir en paz.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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