Propio 17 (C) – 2025
August 31, 2025

En el texto del evangelio del pasado domingo -y en general del capítulo 13 de Lucas- vemos un Jesús que viene a hacer nuevas todas las cosas. Y eso costó mucho a las mentalidades más radicales del judaísmo, como a los fariseos, protagonistas en el evangelio de hoy. Esta secta judía buscaba la práctica perfecta de las leyes bíblicas. Al punto -como se ha insistido en tercer evangelio- de ser capaces de pasar por encima de los demás, de ser necesario, con tal de “agradar” a Dios. En el texto de hoy, Jesús se va a centrar en la humildad, actitud que poco tenían los fariseos, pues ellos se consideraban santos y puros, y alardeaban públicamente de ello; incluso muchas veces sus oraciones eran autoalabanzas por ser perfectos. Por ello Jesús ve, en la escena de hoy, la oportunidad de enseñar acerca de la humildad.
Esta lección de Jesús sirve para nosotros hoy, pues no es necesario que seamos reyes, figuras de farándula o presidentes de naciones para “creer” que somos superiores que los demás. El sólo hecho de tener algo de poder nos puede llevar a pensar que somos más que los demás y perder la horizontalidad en nuestras relaciones. Ya lo recitaba Jesús ben Sirá -autor del libro deuterocanónico de Sirácida también conocido como Eclesiastés-: “El comienzo del orgullo es el poder”. Interesante ¿por qué el poder? Porque “hace que el hombre se olvide de su Creador”. Es verdad. Si sólo Dios está sobre la humanidad, en consecuencia, quien se sienta superior a los demás, está queriendo ser como un “dios” de los demás, es decir, se hace superior a sus iguales. ¡Cuántos de nosotros con algo de poder sobre los demás ya los tratamos con desprecio! Desde cualquier área se puede tener autoridad sobre los demás y tener la tentación de ejercer un poder despótico: un médico con sus pacientes, un abogado con sus representados, un profesor con sus estudiantes, un vigilante con quienes llegan a un edificio y, por supuesto, un sacerdote con sus feligreses. ¡Qué tentador es el ejercicio del poder para ejercer superioridad sobre quienes debieran ser nuestros iguales! Pero ése no es el querer de Dios, por ello “derriba del trono a los orgullosos, y en lugar de ellos pone a los humildes”. Insiste el libro del eclesiástico: “El orgullo no es digno del hombre, ni tampoco la arrogancia”.
En buena hora Jesús viene a llamar la atención de estos espíritus orgullosos y con aires de superioridad, y lo hace de manera sencilla, con consejos inspirados desde algo tan cotidiano como una cena: “Al ver Jesús cómo los invitados escogían los asientos de honor en la mesa”. Porque es una tentación querer figurar, quedar delante de los demás, creer que tenemos derecho a privilegios. De muchas maneras y en cualquier contexto pudiéramos estar pasando sobre los demás: al colarnos en una fila, al pedir preferencia en el trabajo, al pasarnos delante de quienes han llegado primero a un concierto o espectáculo, al escarbar la porción más grande y, en el caso del evangelio, al buscar los puestos de honor en un evento. Jesús enseña que es mejor conservar la humidad: “siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te invitó, te diga: “Amigo, pásate a un lugar de más honor.” Así recibirás honores delante de los que están sentados contigo a la mesa. Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”.
Pero con Jesús no sólo se trata de una humildad pasiva (no hacer o dejar de hacer algo) sino de una activa, es decir obrando con humildad: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; porque ellos, a su vez, te invitarán, y así quedarás ya recompensado. Al contrario, cuando tú des un banquete, invita a los pobres, los inválidos, los cojos y los ciegos; y serás feliz. Pues ellos no te pueden pagar”. El mundo enseña a adular, atender, acoger a aquellos de quienes podemos obtener algún tipo de beneficio o retribución. Jesús enseña a serlo con quienes no nos pueden recompensar, pues de esta manera: “tendrás tu recompensa el día en que los justos resuciten”.
Pero más todavía, si vamos a obrar con humildad, en favor de los menos privilegiados, no ha de ser por recompensa alguna (ni siquiera la que se nos ha prometido en el cielo), sino por el amor que nos mueve por lo menesterosos: “No dejen de amarse unos a otros como hermanos”, nos recuerda el autor de la carta a los Hebreos. Este amor ha de ser como si se tratara de nosotros mismos: “Acuérdense de los presos, como si también ustedes estuvieran presos con ellos. Piensen en los que han sido maltratados, ya que ustedes también pueden pasar por lo mismo”.
Que el amor por lo demás nos fortalezca en la humildad, porque el primero en ser humilde fue el mismo Dios, quien se rebajó a la condición de humano por puro amor. Dejémonos impregnar de ese mismo espíritu de amor y humildad que nos inculcó Jesús, y comprendamos que esa es la mejor ofrenda, que en esto insiste las Sagradas Escrituras, en que las ofrendas que más agradan a Dios no son las rituales sino las de amor y misericordia: “No se olviden ustedes de hacer el bien y de compartir con otros lo que tienen; porque éstos son los sacrificios que agradan a Dios”.
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